Capítulo III: El Evangelio de la vida humana - Alfa y Omega

Capítulo III: El Evangelio de la vida humana

Al Evangelio del matrimonio y de la familia va estrechamente unido el Evangelio de la vida. La familia evangelizada es la mejor amiga de la vida del ser humano

CEE
'Cristo con Lázaro, Marta y María, la familia de Bretania'. Giotto
Cristo con Lázaro, Marta y María, la familia de Bretania. Giotto.

El amor a la vida en la familia

100. Al Evangelio del matrimonio y de la familia va estrechamente unido el Evangelio de la vida. La familia evangelizada es la mejor amiga de la vida del ser humano. Y, a la inversa, donde la vida de cada hombre es respetada y amada de verdad, allí florece la familia como auténtico santuario de la vida humana. Como afirmaba Juan Pablo II en su primer viaje a España, la familia es la única comunidad en la que todo hombre «es amado por sí mismo», por lo que es y no por lo que «tiene». La norma fundamental de la comunidad conyugal no es la de la «propia utilidad» y del propio «placer». El otro no es querido por la utilidad o placer que puede procurar: es querido «en sí mismo y por sí mismo»[73].

Después de haber proclamado de nuevo el Evangelio del matrimonio y de la familia (capítulo II) en el contexto de nuestra sociedad y de nuestra cultura (capítulo I), abordamos ahora el anuncio del Evangelio de la vida, no sin honda preocupación ante las graves amenazas y agresiones que la vida humana sufre en nuestros días, especialmente cuando ésta es débil e indefensa. Por ello nos sentimos obligados a denunciar con fuerza los atentados de que es objeto.

3.1. La dignidad de la vida humana y su carácter sagrado

Altísimo valor

101. Cuando hablamos de la dignidad humana nos referimos al valor incomparable de cada ser humano concreto. Cada vida humana aparece ante nosotros como algo único, irrepetible e insustituible; su valor no se puede medir en relación con ningún objeto, ni siquiera por comparación con ninguna otra persona; cada ser humano es, en este sentido, un valor absoluto.

De modo que el tratamiento apropiado para el ser humano, adecuado a su dignidad, es sólo el que le toma como un fin en sí mismo y no como un simple medio u objeto. De aquí que el sentido propio de la vida humana sólo se exprese bien en la justicia y, mejor todavía, en el amor. La persona es bien tratada y valorada cuando es respetada y amada; es, en cambio, maltratada y minusvalorada cuando es convertida en mero objeto de cálculos o de intercambio.

102. La revelación de Dios en Jesucristo nos desvela la última razón de ser de la sublime dignidad que posee cada ser humano, pues nos manifiesta que el origen y el destino de cada hombre está en el Amor que Dios mismo es. Al tiempo que viene a la existencia, cada ser humano es objeto de una elección particular del Creador que le otorga la capacidad de escuchar la llamada divina y de responder con amor al Amor originario. Así lo cree la Iglesia cuando afirma que el alma de cada hombre es creada inmediatamente por Dios. Los seres humanos no somos Dios, no somos dioses, somos criaturas finitas. Pero Dios nos quiere con Él. Por eso nos crea: sin motivo alguno de mera razón, sino por pura generosidad y gratuidad desea hacernos partícipes libres de su vida divina, es decir, de un Amor eterno. La vida humana es, por eso, sagrada.

El materialismo artificial rebaja la calidad de vida

Cristo revela el sentido pleno de la vida humana

103. La Vida se nos manifestó (1 Jn 2, 1). Con esta afirmación san Juan nos indica el modo especial como los cristianos conocemos la vida: Cristo nos revela la plenitud del sentido de la vida humana. Por el misterio de su Encarnación Él se ha unido de algún modo con la vida de todo hombre[74]. Queda así patente el sentido divino de toda vida humana, cuyo valor absoluto no puede ser reducido a lo que de ella nos digan los meros cálculos racionales.

Además, por su misterio Pascual, Cristo nos desvela el fecundo misterio escondido en la entrega de la propia vida, que puede ser entonces entendida como un don que se realiza al darse[75]: Quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí la encontrará (Mt 16, 25). En estas palabras se alude a la conversión a la que Jesucristo nos apremia y nos invita: Él es el médico que cura por su sangre al hombre enfermo de pecado y cautivo de un cuerpo de muerte (Rom 7, 24).

Por fin, Cristo, sentado a la derecha del Padre, en su humanidad gloriosa, nos descubre el horizonte definitivo de la vida humana, que es la vida eterna. Ya ahora se nos ha manifestado y donado la vida eterna por Jesucristo, por su Iglesia y sus sacramentos. Sin embargo, esperamos todavía la resurrección y la vida eterna en su plenitud para aquel día glorioso en el que el Señor vuelva y Dios lo sea todo en todos (cfr. 1 Cor 15, 28).

104. El Evangelio de la vida, aquí evocado, suscita en nosotros ante todo el asombro y la gratitud: ¡Cuánto hemos recibido! ¡Cuánto podemos esperar aún! ¡Qué grande es la generosidad de Dios! Pero también nos mueve casi espontáneamente a la magnanimidad y a la responsabilidad: ¡También nosotros hemos de ser generosos! Ésa es la razón por la que el Evangelio de la vida nos exige y nos posibilita una respuesta adecuada, noble y sincera, a la verdad de la vida humana. Quien de verdad escucha en su corazón el Evangelio de la vida no se queda pasivo ante las amenazas y las violaciones que sufre la vida de los hermanos, en especial la de los más débiles.

3.2. La vida humana, amenazada por la cultura de muerte

Concepción materialista, rebajada y excluyente de la calidad de vida

105. La dignidad de la persona se encuentra amenazada por algunos de los rasgos más sombríos de un cierto modo de pensar y de vivir que se hace pasar por moderno y desarrollado. Cuando el mundo se organiza a partir del individuo y del intercambio de bienes materiales, la persona queda a merced del utilitarismo y del tecnicismo que valoran más el bienestar, el placer y la eficacia productiva de artefactos de trabajo o bienes de consumo que a las propias personas en sí mismas. Una organización así del mundo se halla sujeta a estructuras de pecado[76] que es necesario denunciar y combatir.

106. Los signos que genera dicho modo de vida y de pensamiento son preocupantes. Se produce una identificación creciente entre la vida misma y la llamada calidad de vida, categoría, ésta, medida sobre todo por criterios de bienestar físico, de posesión y de prestigio social. Según esto, la vida débil, enferma o sufriente no podría ser en modo alguno una vida con calidad.

Así se comprende que la eliminación de estas vidas entre, al parecer sin problema alguno, dentro de los cálculos de quienes administran la calidad de vida: en el caso de los no nacidos, los padres sobre todo; en el caso de los enfermos finales, el mismo paciente o los agentes sanitarios. Todo ello amparado por unos supuestos derechos y sus correspondientes regulaciones jurídicas. He ahí el entramado que ha merecido con toda razón el nombre de cultura de la muerte[77].

107. No cabe duda: una sociedad que desprecia a los débiles y atenta contra sus vidas está bien lejos del verdadero humanismo. Cuando en los planes económicos, políticos o sociales la vida humana llega a contar como un bien físico más, equiparable a otros; cuando bajo la fórmula de un derecho a la vida reconocido a todos se ocultan restricciones para quienes no pueden defender su inclusión en ese todos; cuando tales exclusiones se hacen por motivos políticos de plausibilidad social; cuando no se enfoca la educación como un robustecimiento de los valores y de las virtudes, sino como el fomento de una falsa libertad desfinalizada y desorientada, concebida prácticamente como la realización de cualquiera de los propios deseos; entonces nos encontramos ante los preocupantes signos de una civilización de muerte[78] que ha de ser denunciada y combatida.

El irresponsable consenso social al aborto, lo más grave del siglo XX

A favor de la vida

108. El trabajo en favor del respeto a la vida humana y contra la cultura de la muerte suele ser estigmatizado como propio de actitudes retrógradas, que no están a la altura de la vida moderna y democrática. Se acusa, a quienes se comprometen en dicho trabajo, de pretender imponer sus criterios privados como normas de la ética pública que habría de inspirar la convivencia de todos.

Es cierto que los cristianos, como no puede ser de otro modo, percibimos la dignidad de cada persona en Cristo con toda la riqueza a la que acabamos de aludir. Sin embargo, la Historia muestra que todo aquel que no se cierre al encuentro interpersonal, ni a la voz de la Verdad que resuena en la conciencia, puede entender lo que significa la dignidad de la persona humana y su valor absoluto. En el imperativo elemental y universal de «¡No matarás!» se condensan los ecos de dicha voz y de dicho encuentro.

3.3. El respeto de la vida humana en su comienzo

Reconocimiento de la persona humana desde su concepción

109. El comienzo de la vida humana es un momento de particular fragilidad de la misma. Tanto es así que incluso la existencia del ser humano en sus momentos o días primeros es puesta en entredicho e incluso negada. Se ha hecho, por desgracia, bastante común, separar los primeros catorce días del resto del proceso del desarrollo embrionario, con la excusa de que durante ese tiempo el embrión ni está todavía individualizado ni posee un grado alto de viabilidad[79]. De este modo se ha dado en llamar pre-embrión a ese ser humano incipiente, tratando de calificar así de pre-humana a esa realidad, la cual, por consiguiente, no merecería el respeto que se debe a los seres humanos.

Pues bien, una antropología adecuada, como la que hemos esbozado en el capítulo precedente, no permite tales rupturas en el proceso de desarrollo de la vida humana. El cuerpo humano, en cuanto elemento constitutivo de la persona humana, es una realidad personal básica, cuya presencia nos permite reconocer la existencia de una persona. La fecundación es precisamente el momento de la aparición de un cuerpo humano distinto del de los progenitores. Ése es, pues, el momento de la aparición de una nueva persona humana[80]. El cuerpo, naturalmente, se desarrolla, pero dentro de una continuidad fundamental que no permite calificar de pre-humana ni de post-humana ninguna de las fases de su desarrollo. Donde hay cuerpo humano vivo, hay persona humana y, por tanto, dignidad humana inviolable.

Tragedia de una sociedad que acepta el aborto provocado

110. La amplia aceptación social del aborto provocado, uno de los fenómenos más dramáticos de nuestra época, está, sin duda, en la raíz de la inseguridad creciente respecto del reconocimiento y de la protección adecuada de la vida humana en sus fases más débiles, tanto incipientes como terminales, pero también de la vida humana en general.

El gravísimo atentado contra la vida humana que supone su destrucción precisamente en el momento en que se halla más frágil y necesitada de cuidados no deja de afectar negativamente a las relaciones familiares en su conjunto, e incluso a las relaciones sociales en general. Una sociedad que no asegura la vida de los no nacidos es una sociedad que vive en una seria violencia interna respecto de su misión fundamental: proteger y promover la vida de todos.

111. El aborto provocado es un acto intrínsecamente malo que viola muy gravemente la dignidad de un ser humano inocente, quitándole la vida. Asimismo hiere gravemente la dignidad de quienes lo cometen, dejando profundos traumas psicológicos y morales. Ninguna circunstancia, por dramática que sea, puede justificarlo. No se soluciona una situación difícil con la comisión de un crimen. Hemos de reaccionar frente a la propaganda que nos presenta el aborto engañosamente como una intervención quirúrgica o farmacológica más, higiénica y segura; o como una mera interrupción de un embarazo no deseado, cuya ejecución legal constituiría una conquista de libertad que permitiría el ejercicio de un supuesto derecho a la autodeterminación por parte de la mujer.

Estas falsas argumentaciones nunca podrán ocultar la cruda realidad del aborto procurado que, aun siendo higiénico y legal, constituye siempre un detestable acto de violencia que elimina la vida de un ser humano. La Iglesia, como experimentada pedagoga, ante este crimen, maquillado como un supuesto logro moderno y oculto bajo eufemismos y en ámbitos privados, alerta acerca de su gravedad determinando la excomunión para todos aquellos que colaboren como cómplices necesarios en su realización efectiva[81].

112. Un hijo puede haber sido concebido sin quererlo, pero esto no exime de la responsabilidad ante la nueva vida humana concebida. Dicha responsabilidad es siempre compartida; ante todo, por el padre y por la madre, pero también por la familia, la sociedad y la comunidad cristiana. No es justo cargar a la madre con toda la responsabilidad de la nueva vida que lleva en sus entrañas. Por el contrario, es un deber de estricta justicia prestar a la mujer que espera un hijo el apoyo personal, económico y social que merece la maternidad como valiosísima aportación al bien común; tanto más cuando las circunstancias de una determinada gestación resultan problemáticas por la soledad de la madre, por la carencia de recursos económicos suficientes o por otros motivos.

Por desgracia, en no pocas ocasiones, las mujeres gestantes, abandonadas a su propia suerte o incluso presionadas para eliminar a su hijo, acuden al aborto como autoras y víctimas a la vez de esta violencia. Las penosas consecuencias —fisiológicas, psicológicas y morales— que padecen estas mujeres reclaman la atención y acogida misericordiosa de la Iglesia[82].

Procreación y artificio: del hijo como derecho al ser humano como material biológico

113. Si el aborto procede del rechazo de un hijo no deseado, el deseo inmoderado de descendencia puede llevar también a graves manipulaciones de la vida humana en sus inicios. Es el caso de la llamada reproducción artificial o asistida[83]. La técnica ha hecho posible la sustitución de la procreación de los hijos en el acto conyugal por su producción en el laboratorio. Estas técnicas se presentan engañosamente como nuevos recursos de la medicina para curar la infertilidad. No; las técnicas de la reproducción artificial propiamente no curan, sino que son más bien un sustitutivo de la relación interpersonal de procreación por la relación técnica de producción de seres humanos.

Aquí radica su inmoralidad fundamental: en que se viola el derecho de los hijos a ser engendrados en el acto de donación interpersonal de los padres, de su unión en una sola carne, y se los convierte en objetos de producción técnica. Se los trata, pues, injustamente, como si no fueran sujetos personales, tanto en las técnicas de inseminación artificial como en las de fecundación in vitro. El deseo inmoderado e incluso irracional de tener hijos conduce a primar un supuesto «derecho al hijo» sobre los reales derechos de los hijos, que son ignorados ya en el mismo modo de ser convocados a la existencia. Tal derecho al hijo no existe.

Por lo demás, los matrimonios que padecen la tribulación de no tener hijos deben comprender que el amor es siempre fecundo, y pueden encauzar su vocación a la paternidad en otras formas de donación, como la adopción y otras formas de servicio a los necesitados.

114. La reproducción artificial es inmoral en sí misma por los motivos apuntados. Pero además comporta graves violaciones de la vida y de la dignidad de las personas, sometidas siempre de modo injusto a una eficacia técnica puesta al servicio de deseos desproporcionados, confundidos muchas veces con el amor verdadero. No importa que se produzcan por miles embriones llamados «sobrantes», que son congelados y condenados a un destino incierto[84]; no importa el número de abortos que se producen en cada intervención; no importan las prácticas eugenésicas; no importa que se rompan las relaciones familiares acudiendo a donantes ajenos al matrimonio; no importa incluso que el niño sea condenado a nacer sin familia, ya que es posible que sea una persona sola la que lo haya encargado, y que además, dada la protección legal del anonimato de los donantes, sea privado de conocer a sus progenitores llamados biológicos[85]. No importa nada de esto ni, en ocasiones, otras prácticas aberrantes; lo que importa es la realización de los deseos e intereses de los productores de niños. Ésta es, por desgracia, la perspectiva de la Ley española 35/1988, sobre Técnicas de reproducción asistida, que hemos de denunciar, por tanto, como una ley injusta. Este progreso técnico no es en realidad progreso humano, sino, al contrario, un gravísimo atentado contra la vida humana y su dignidad. No todo lo que es técnicamente posible es éticamente aceptable y bueno, aunque algunas leyes positivas lo permitan.

115. Desde el año 1997 la clonación viene siendo empleada con éxito como medio de reproducción de mamíferos superiores. Gracias a Dios, la posible utilización de esta técnica para la reproducción de seres humanos chocó desde el principio con un fuerte rechazo en todo el mundo. Nuestras leyes prohíben esa forma extremadamente impersonal de producir a nuestros semejantes como si fueran meros objetos de nuestro arbitrio, absolutamente predeterminados genéticamente y carentes de verdaderos padres. Pero la posibilidad técnica de la clonación, como una sofisticada forma de reproducción artificial, parece estar ya ahí y empezamos a escuchar algunas voces complacientes respecto de la misma, también en nuestra sociedad.

116. Las diversas formas de manipulación de la vida humana al ser convocada a la existencia, así como en las fases iniciales de ésta, ha abierto cada vez más el campo a su utilización como objeto de la investigación y como medio de terapia. En efecto, se extiende cada vez más la increíble opinión de que es posible utilizar seres humanos como si fueran cobayas para el beneficio hipotético o real de la ciencia y para la curación, incluso sólo posible, de otros seres humanos.

Por lo general se reduce esta instrumentalización criminal de la vida humana a los llamados pre-embriones, a los que —como ya hemos dicho— se les niega infundadamente la condición humana. Los miles de embriones sobrantes de las aplicaciones de las técnicas de reproducción artificial son considerados como un magnífico material biológico para la investigación. Pero tampoco se excluye la producción de embriones expresamente destinados a ser proveedores de células. Es, en particular, el caso de la llamada clonación terapéutica, la cual, por estos motivos, aunque sea falsamente presentada como benéfica, sin embargo, desde el punto de vista ético se equipara a la clonación reproductiva.

117. El anuncio reciente de la secuenciación del genoma humano es, de por sí, un logro científico. La utilización racional y ética de los conocimientos aportados por este descubrimiento podrá ser beneficiosa para la curación y para la promoción de mejores condiciones de vida. Sin embargo, es necesario evitar que dichos conocimientos sean asociados en la práctica a aplicaciones abortivas, eugenésicas y cosificadoras de la vida humana, como las anteriormente mencionadas. De lo contrario, lo que es una feliz promesa de vida, se convertirá en un nuevo y temible elemento de la cultura de la muerte.

3.4. El respeto y la promoción permanentes de la vida humana

Toda la vida y la vida de todos: denuncia de cualquier violación de los derechos humanos

118. La vida humana sufre amenazas y agresiones no sólo en su fase inicial y terminal, sino también a lo largo de todo su desarrollo en el mundo. En este escrito nuestra atención se fija específicamente en esos momentos del comienzo y del fin, vulnerables de un modo nuevo en la llamada civilización de la muerte.

Sin embargo, no queremos dejar de decir una palabra sobre el respeto y la promoción de la vida en sus distintas fases. El Evangelio de la vida es para todos. No podemos dejar a nadie fuera de nuestra solicitud pastoral. Del mismo modo que denunciamos las violaciones del derecho a la vida y de la dignidad humana relacionadas con su comienzo y con su fin, no nos desentendemos de las que afectan a las otras fases de la existencia. La doctrina social de la Iglesia es una apremiante llamada, cada vez más actual, a la reflexión sobre las causas en las que radican las violaciones de los derechos humanos, en particular el de la vida, y a trabajar con verdadera eficacia para la constitución de un orden social amigo de la vida de todos y de cada persona.

119. En el marco de la temática que nos ocupa, queremos decir que el confuso concepto de calidad de vida en el contexto de un Estado de bienestar, no puede ser tomado sin más como elemento válido de referencia para la promoción de la vida de todos. Sus connotaciones materialistas y utilitaristas dificultan que pueda ser entendido y llevado a la práctica como un verdadero estímulo para el desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres. Sin embargo, este desarrollo integral es el que habría de constituir el horizonte válido de la promoción de la vida humana.

No habrá verdadera calidad de vida si se descuida el cultivo de la dimensión religiosa y humana de las nuevas generaciones y también de las mayores. No habrá verdadera calidad de vida para nadie mientras haya familias afectadas por la pobreza, jóvenes sin posibilidad de acceder a una vivienda digna, ancianos solos, minusválidos mal atendidos, inmigrantes discriminados, así como tráfico de armas, de drogas y de carne humana para la prostitución. Tampoco será verdadera calidad de vida la que vaya de la mano de programas políticos tolerantes con la injusticia o promotores de la violencia e incluso del terrorismo como medio de acción política. Quien cree que la vida de cada ser humano es criterio supremo del verdadero bien común no puede permanecer pasivo ante situaciones como éstas.

3.5. El respeto y cuidado de la vida humana doliente y terminal

Sentido de toda vida humana a la luz de Cristo crucificado y resucitado

120. Cuando la existencia se rige por los criterios de una calidad de vida definida principalmente por el bienestar subjetivo medido sólo en términos materiales y utilitarios, las palabras enfermedad, dolor y muerte no pueden tener sentido humano alguno. Si a esto le añadimos una concepción de la libertad como mera capacidad de realizar los propios deseos, entonces no es extraño que, en esas circunstancias, se pretenda justificar e incluso exaltar el suicidio como si fuera un acto humano responsable y hasta heroico. La vuelta a la legitimación social de la eutanasia, fenómeno bastante común en las culturas paganas precristianas, se presenta hoy, con llamativo individualismo antisocial, como un acto más de la elección del individuo sobre lo suyo: en este caso, la propia vida carente ya de calidad.

121. El Evangelio de la vida fortalece a la razón humana para entender la verdadera dignidad de las personas y respetarla. Unidos al misterio pascual de Cristo, el sufrimiento y la muerte aparecen iluminados por la luz de aquel Amor originario, el amor de Dios, que, en la cruz y resurrección del Salvador, se nos revela más fuerte que el pecado y que la muerte. De este modo la fe cristiana confirma y supera lo que intuye el corazón humano: que la vida es capaz de desbordar sus precarias condiciones temporales y espaciales, porque es, de alguna manera, eterna. Jesucristo resucitado pone ante nuestros ojos asombrados el futuro que Dios ofrece a la vida de cada ser humano: la glorificación de nuestro cuerpo mortal.

La esperanza de la resurrección y la vida eterna nos ayuda no sólo a encontrar el sentido oculto en el dolor y la muerte, sino también a comprender que nuestra vida no es comparable a ninguna de nuestras posesiones. La vida es nuestra, somos responsables de ella, pero propiamente no nos pertenece. Si hubiera que hablar de un propietario de nuestra vida, ése sería quien nos la ha dado: el Creador. Pero Él tampoco es un dueño cualquiera. Él es la Vida y el Amor. Es decir, que nuestro verdadero Señor —¡gracias a Dios!— no es nuestro pequeño yo frágil y caduco, sino la Vida y el Amor eternos. No es razonable que queramos convertirnos en dueños de nuestra vida. Lo sabe nuestra razón, que conoce la existencia de bienes indisponibles para nosotros, como, por ejemplo, la libertad, y, en la base de todos ellos, la vida misma. La fe ilumina y robustece ese saber.

122. La vida humana tiene un sentido más allá de ella misma por el que vale la pena entregarla. El sufrimiento, la debilidad y la muerte no son capaces, de por sí, de privarla de sentido. Hay que saber integrar esos lados oscuros de la existencia en el sentido integral de la vida humana. El sufrimiento puede deshumanizar a quien no acierta a integrarlo, pero puede ser también fuente de verdadera liberación y humanización. No porque el dolor ni la muerte sean buenos, sino porque el Amor de Dios es capaz de darles un sentido. No se trata de elegir el dolor o la muerte sin más. Eso es justamente lo que nos deshumanizaría. Lo que importa es vivir el dolor y la muerte misma como actos de amor, de entrega de la vida a Aquel de quien la hemos recibido. Ahí radica el verdadero secreto de la dignificación del sufrimiento y de la muerte.

La llamada eutanasia: falsa compasión que mata

123. Hemos de renovar la condena explícita de la eutanasia como contradicción grave con el sentido de la vida humana. Rechazamos la eutanasia en sentido verdadero y propio, es decir, una acción o una omisión que, por su naturaleza y en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor[86]. En cambio, no son eutanasia propiamente dicha y, por tanto, no son moralmente rechazables acciones y omisiones que no causan la muerte por su propia naturaleza e intención. Por ejemplo, la administración adecuada de calmantes (aunque ello tenga como consecuencia el acortamiento de la vida) o la renuncia a terapias desproporcionadas (al llamado ensañamiento terapéutico), que retrasan forzadamente la muerte a costa del sufrimiento del moribundo y de sus familiares. La muerte no ha de ser causada, pero tampoco absurdamente retrasada[87].

124. La legalización de la eutanasia es inaceptable, no sólo porque supondría la legitimación de un grave mal moral, sino también porque crearía una intolerable presión social sobre los ancianos, discapacitados o incapacitados y todos aquellos cuyas vidas pudieran ser consideradas como de baja calidad y como cargas sociales; conduciría, como muestra la experiencia, a verdaderos homicidios, más allá de la supuesta voluntariedad de los pacientes, e introduciría en las familias y las instituciones sanitarias la desconfianza y el temor ante la depreciación y la mercantilización de la vida humana.

El verdadero amor cuida al enfermo

125. La complejidad creciente de los medios técnicos, hoy capaces de alargar la vida de los enfermos y de los mayores, crea ciertamente situaciones y problemas nuevos que es necesario saber valorar bien en cada caso[88]. Pero lo más importante, sin duda, es que el esfuerzo grande que nuestra sociedad hace en el cuidado de los enfermos, crezca todavía más en el respeto a la dignidad de cada vida humana. La atención sanitaria no puede reducirse a la sola técnica, ha de ser una atención a la vez profesional y familiar.

En nuestra sociedad, que cada día tiene mayor proporción de personas ancianas, las instituciones geriátricas y sanitarias —especialmente las unidades de dolor y de cuidados paliativos— han de estar bien coordinadas con las familias, y éstas, por su parte, ya que son el ambiente propio y originario del cuidado de los mayores y de los enfermos, han de recibir el apoyo social y económico necesario para prestar este impagable servicio al bien común. La familia es el lugar natural del origen y del ocaso de la vida. Si es valorada y reconocida como tal, no será la falsa compasión, que mata, la que tenga la última palabra, sino el amor verdadero, que vela por la vida, aun a costa del propio sacrificio.

3.6. La protección legal de la vida humana

El derecho a la vida, fundamento del Estado de Derecho

126. El derecho a la vida, como derecho primario y fundamental sobre el que se asientan los demás derechos, ha de ser especialmente protegido por la ley. Lo que está en juego es un bien de la máxima relevancia social. La determinación del alcance real de dicho derecho y su adecuado respeto no es algo secundario en la vida social, sino una de las piedras de toque de la legitimidad y de la justicia de la configuración jurídica del Estado de Derecho.

127. Cuando afirmamos que en España no todas las leyes que regulan la protección del derecho a la vida son leyes justas, no estamos poniendo en cuestión la organización democrática de la vida pública, ni estamos tratando de imponer una concepción moral privada al conjunto de la vida social. Sostenemos sencillamente que las leyes no son justas por el mero hecho de haber sido aprobadas por las correspondientes mayorías, sino por su adecuación a la dignidad de la persona humana.

No identificamos el orden legal con el moral. Somos, por tanto, conscientes de que, en ocasiones, las leyes, en aras del bien común, tendrán que tolerar y regular situaciones y conductas desordenadas. Pero esto no podrá nunca ser así cuando lo que está en juego es un derecho fundamental, como es el derecho a la vida. Las leyes que toleran e incluso regulan las violaciones del derecho a la vida son gravemente injustas y no deben ser obedecidas. Es más, esas leyes ponen en cuestión la legitimidad de los poderes públicos que las elaboran y promulgan. No cabe la resignación ante estas legislaciones inhumanas[89]. Es necesario denunciarlas y procurar, con todos los medios democráticos disponibles, que sean abolidas o modificadas.

El derecho a la objeción de conciencia

128. En un asunto tan importante ha de quedar claro, también legalmente, que las personas que se pueden ver profesionalmente implicadas en situaciones que conllevan ataques legales a la vida humana, tienen derecho a la objeción de conciencia y a no ser perjudicadas de ningún modo por el ejercicio de este derecho. Ante el vacío legal existente se hace más necesaria hoy la regulación de este derecho fundamental[90].

El niño no nacido: de la desprotección a la utilización

129. Como hemos señalado ya, en nuestro ordenamiento jurídico existen profundas incoherencias que afectan gravemente a la necesaria protección de la vida humana. El origen de esta situación se debe al peso excesivo de un cierto positivismo legal que abandona la racionalidad interna de las leyes en aras de las preferencias sociales, muchas veces manipuladas ideológicamente. No nos referimos sólo a la Ley despenalizadora del aborto[91] que, además, lamentablemente, en su interpretación y aplicación por distintos Gobiernos y Administraciones, resulta ser una verdadera legalización que posibilita en la práctica el aborto libre. Son preocupantes también algunas sentencias del Tribunal Constitucional sobre la protección legal que se ha de dar a los embriones humanos. Tras un primer reconocimiento de una cierta protección del nasciturus[92], se ha abierto posteriormente el campo a la simple utilización del mismo con fines absolutamente ajenos a él[93]. ¿Cabe mayor desprotección?

3.7. La pastoral de la Iglesia y la protección de la vida humana

El Pueblo de la vida y para la vida

130. La Iglesia se comprende a sí misma cada vez con más claridad como el Pueblo de la vida y para la vida[94]. A ella le ha sido confiado el Evangelio de la vida y tiene, por tanto, como misión sagrada la defensa y la promoción de la vida humana. Es una misión que abarca todo el abanico de situaciones por las que atraviesa la vida del hombre, que ha de ser acogida, educada y cuidada en todo momento. A dicha misión pertenece no sólo el anuncio profético del Evangelio de la vida, sino también el fortalecimiento y la curación del vivir humano por los sacramentos y la asistencia solidaria de la caridad.

131. La Iglesia sabe que no está sola en su misión de promoción de la vida. Aunque algunos de los elementos de su misión son específicamente suyos, en otros muchos colabora con personas e instituciones que trabajan también en la construcción de la civilización del amor. Es necesario no perder de vista este horizonte del trabajo realizado en cooperación por una causa —el respeto y la promoción de la vida humana— que es de todos.

132. El anuncio y la puesta en práctica del Evangelio de la vida corresponde de modo particular a los laicos. A ellos les toca llevarlo, en primer lugar, a sus familias, y, luego, en el ejercicio de su profesión, a los diferentes ámbitos de la sociedad. Es el planteamiento de la propia vida como misión dirigida, más allá de los legítimos intereses particulares, a la valoración de toda vida humana. Lo cual alcanza un relieve especial en aquellas tareas que afectan directamente a la atención de la vida en momentos claves: la asistencia sanitaria, la educación, el mundo del trabajo o la acción política.