A la memoria de Aglae Castañón Albo, viuda de Martín-Ballestero
Desde que el triunfo de la posmodernidad selló con su escepticismo la fuerza de los valores y el vigor de las tradiciones; desde que la frivolidad del último fin de siglo puso ironía en nuestra mirada y redujo a juicio estético lo que era antes apreciación moral; desde que la compasión y el amor al otro fueron cancelados por el egoísmo del individuo, desde que Occidente empezó a despreciar los principios que lo identificaban…, hemos sufrido una catástrofe social, política y nacional que en los últimos diez años ha devastado nuestra cultura. Podíamos habernos enfrentado a cualquier desafío económico, al más severo de los ciclos depresivos de nuestro sistema. Lo hemos hecho antes, y hemos sabido vencer incluso a quienes trataron de empujarnos a abismos insondables de deshumanización a través de pesadillas totalitarias. Pero es mucho más difícil recuperarnos ahora, en un estado de desorden ético y de abandono de la preocupación por el bien común.
Lo que nos hace libres no es el cautiverio de las pasiones egoístas, sino la entrega a los demás. El amor, no solo la verdad, nos hace libres. Además, el amor nos humaniza y nos hace tomar conciencia de formar parte del diseño de la Creación. En las manos que tendemos hacia el mundo que sufre, late el tacto de Dios. En la fuerza que brindamos a la debilidad del que padece, palpita el corazón de Dios. Por el contrario, una existencia, ausente de compromiso, ajena a toda caridad, es vivir como «una herida por donde Dios se escapa» a la que se refirió dolorosamente el poeta José Luis Hidalgo en sus meses de agonía última.
Lo que nos justifica es el amor
Nuestros años han sido atroces en su rechazo del humanismo trascendental que modeló nuestra idea de civilización, nuestra herencia de Jesús. La corrupción roba recursos necesarios a muchos en tiempos de miseria. El aborto destruye, en nombre de una enloquecida noción de la libertad, un nacimiento considerado inadecuado en un siniestro balance de ventajas e inconvenientes. La falta de compasión provoca el enriquecimiento y el despilfarro de unos, mientras en los otros arraiga la desesperanza y el rencor.
Por ello, el suceso amargo de una muerte nos ofrece a veces el testimonio de la vida ejemplar como consuelo y meditación, como tristeza transitoria sobre la que alzará el vuelo la plenitud de nuestra alegría. Lo que nos justifica es el amor. Y el amor es compromiso. Hay parejas que se establecen con un contrato a tiempo parcial y la desidia de un acuerdo para hacerse el menor daño posible. Hay matrimonios que enlazan dos existencias, con palabras que habrían de significar lo que dicen al juntarse las manos de los esposos, pero que se desmoronan bajo el peso de su propia falsedad. Un tiempo que entiende la libertad como la búsqueda del placer instantáneo y confunde el proyecto personal con la voracidad del propio interés, difícilmente comprenderá lo que es vivir a fondo el compromiso matrimonial convertido en sacramento.
Vivir junto a la persona que se ha elegido es optar por la felicidad. No por la diversión, la comodidad o la circunstancia de un encuentro revocable. Elegimos y somos elegidos en un acto de amor que implica un serio compromiso con nosotros mismos. Queremos pasar toda nuestra vida con quien comienza a darnos sentido, con quien recoge el sentido que nosotros le damos. Esta decisión es un acto fundacional, no la firma de un contrato. Carece de cláusulas de cancelación, porque entregar nuestra vida a quien amamos no puede hacerse guardando las distancias. Pero incluye exigencias que nos hacen más libres aún de lo que somos a solas. Nos manda gozar de nuestra pasión dichosa, dignificar nuestro deseo limpio y sincero. Nos obliga a compartir nuestra edad creciente, nuestra experiencia compleja, hecha de bonanza y pesadumbre. Nos hace misericordiosos al comprender las flaquezas del otro. Nos hace humildes al confiar en que el otro nos comprenda. Nos permite adivinar la bondad infinita de Dios en la bondad con que vivimos nuestra existencia mutua. Nos deja asomarnos a la plenitud de Dios al ver en la mirada del cónyuge la posibilidad de nuestra plenitud.
Cuidar del otro en tiempos de enfermedad o en condiciones de tragedia no es servidumbre en vano, sino la aceptación del orden superior en que se mueve nuestra vida, no creada para la soledad ni el egoísmo, pero tampoco para el desamparo y el sufrimiento inútil. Cuidar del otro, amar al marido sin salud, amar a la esposa en el dolor, es un modo de preservar la esperanza profunda que fue confiada a una vida en común. Es un sacrificio que vela por nuestra integridad, que lucha contra la pérdida de la fe de cualquiera de los dos ante los hechos adversos. Es una renovación diaria de nuestra lealtad santificada por la presencia de Dios en la decisión de vivir juntos hasta el final. Es la expresión cotidiana de nuestro compromiso con la eternidad.