2. Jesucristo, el Hijo de Dios vivo - Alfa y Omega

2. Jesucristo, el Hijo de Dios vivo

CEE
Visitación de la Virgen a Santa Isabel. Tabla hispano-flamenca (siglo XV). Museo Lázaro Galdeano, Madrid

22. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). De la confesión de fe en la persona de Jesucristo se deriva la verdad del hombre, de la Historia y del mundo[69]. La vida cristiana, la incorporación a la Iglesia, el compromiso por la transformación del mundo mediante la promoción de la justicia y la solidaridad, la esperanza futura…, son inseparables del modo como se entiende y se vive a Jesucristo. «Es necesario que el misterio del Hijo de Dios hecho hombre y el misterio de la Santísima Trinidad, que forman parte de las verdades principales de la Revelación, iluminen con la pureza de la verdad la vida de los cristianos»[70]. La Iglesia es consciente de que el primer servicio que puede y debe prestar a cada persona, y a toda la Humanidad, es anunciar a Jesucristo, hacer posible el encuentro con Él y, desde Él, iluminar la vida de los hombres[71]. Por eso, no es indiferente la manera en que es comprendida, vivida y presentada, la persona y el misterio de Cristo[72].

a) Cristología y soteriología

23. «En el momento establecido por Dios, el Hijo único del Padre… se hizo carne: sin perder la naturaleza divina, asumió la naturaleza humana»[73], de modo que, «al revestirse de nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos»[74]. «La Encarnación es el misterio de la admirable unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única persona del Verbo»[75]. Jesucristo, persona divina, por ser verdadero Dios y verdadero hombre, es el único Mediador entre Dios y los hombres[76]. Proclamar al mundo que Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, ha muerto y ha resucitado, por nosotros los hombres y por nuestra salvación[77], es la Buena Noticia que la Iglesia, desde sus orígenes, ha deseado ardientemente anunciar[78]. La predicación apostólica ha mantenido siempre unida la verdad sobre la persona de Cristo —objeto de la cristología— y la verdad sobre su acción redentora —objeto de la soteriología—.

24. La reflexión teológica sobre Jesucristo, secundando las orientaciones del Concilio Vaticano II[79], se ha visto enriquecida con estudios bíblicos, patrísticos e históricos, que han ayudado a profundizar, cada vez más, en el depósito recibido de los Apóstoles y custodiado por el magisterio auténtico de la Iglesia. Nada ha determinado tanto la transmisión de la fe en las últimas décadas como la presentación que se ha hecho de la persona y del misterio de Cristo. A nadie se le oculta que la investigación reciente sobre Jesucristo, realizada desde diferentes perspectivas, ha influido de forma notoria y decisiva en la catequesis, la predicación y la enseñanza religiosa escolar.

25. Sin embargo, no siempre se han mantenido de manera completa los elementos esenciales de la fe de la Iglesia sobre la persona y el mensaje de Jesucristo. Planteamientos metodológicos equivocados han llevado a alterar la fe y el lenguaje en que esta fe se expresa. En muchas ocasiones, se ha abusado del método histórico-crítico sin advertir sus límites, y se ha llegado a considerar que la preexistencia de la persona divina de Cristo era una mera deformación filosófica del dato bíblico. Cuando esto ha sucedido, no ha dejado la Iglesia de confesar la fe verdadera[80], reafirmando la validez del lenguaje con el que proclama que «Jesucristo posee dos naturalezas, la divina y la humana, no confundidas, sino unidas en la única Persona del Hijo de Dios»[81]. El abandono de este lenguaje de la fe cristológica ha sido causa frecuente de confusión y ocasión para caer en el error. Análogamente, se ha entendido la misión de Cristo como algo meramente terreno, cuando no político-revolucionario, de modo que se ha negado su voluntad de morir en la Cruz por los hombres. La Iglesia ha reiterado que el mismo Cristo aceptó y asumió libremente su pasión y muerte para la salvación de la Humanidad[82].

En el encuentro con Cristo, el ser humano puede reconocerse a sí mismo

b) Toda la vida de Cristo es Misterio

26. «Toda la vida de Cristo es acontecimiento de revelación: lo que es visible en la vida terrena de Jesús conduce a su Misterio invisible»[83]. Las palabras, los milagros, las acciones, la vida entera de Jesucristo es revelación de su filiación divina y de su misión redentora. Los evangelistas, habiendo conocido por la fe quién es Jesús, mostraron los rasgos de su misterio durante toda su vida terrena. La revelación de los misterios de la vida de Cristo, acogida por la fe, nos abre al conocimiento de Dios y a la participación en su misma vida. En la Liturgia, en cuanto ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo[84], la Iglesia celebra lo que nuestra fe confiesa, de modo que podemos entrar en comunión verdadera con los misterios de Cristo[85]. «Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en Él y Él lo viva en nosotros»[86]. Una honda cristología mostrará la continuidad entre la figura histórica de Jesucristo, la Profesión de fe eclesial, y la comunión litúrgica y sacramental en los misterios de Cristo[87].

27. Constatamos con dolor que, en algunos escritos de cristología, no se haya mostrado esa continuidad, dando pie a presentaciones incompletas, cuando no deformadas, del misterio de Cristo. En algunas cristologías se perciben los siguientes vacíos: 1) una incorrecta metodología teológica, por cuanto se pretende leer la Sagrada Escritura al margen de la tradición eclesial y con criterios únicamente histórico-críticos, sin explicitar sus presupuestos ni advertir de sus límites; 2) sospecha de que la humanidad de Jesucristo se ve amenazada si se afirma su divinidad[88]; 3) ruptura entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, como si este último fuera el resultado de distintas experiencias de la figura de Jesús desde los Apóstoles hasta nuestros días; 4) negación del carácter real, histórico y trascendente de la resurrección de Cristo[89], reduciéndola a la mera experiencia subjetiva de los Apóstoles[90]; 5) oscurecimiento de nociones fundamentales de la profesión de fe en el misterio de Cristo: entre otras, su preexistencia, filiación divina, conciencia de Sí, de su muerte y misión redentora, resurrección, ascensión y glorificación.

28. En la raíz de estas presentaciones, se encuentra con frecuencia una ruptura entre la historicidad de Jesús y la profesión de fe de la Iglesia: se consideran escasos los datos históricos de los evangelistas sobre Jesucristo[91]. Los evangelios son estudiados exclusivamente como testimonios de fe en Jesús, que no dirían nada o muy poco sobre Jesús mismo, y que necesitan por tanto ser reinterpretados; además, en esta interpretación se prescinde y margina la tradición de la Iglesia. Este modo de proceder lleva a consecuencias difícilmente compatibles con la fe, como son: 1) vaciar de contenido ontológico la filiación divina de Jesús; 2) negar que en los evangelios se afirme la preexistencia del Hijo; y 3) considerar que Jesús no vivió su pasión y su muerte como entrega redentora, sino como fracaso. Estos errores son fuente de grave confusión, llevando a no pocos cristianos a concluir, equivocadamente, que las enseñanzas de la Iglesia sobre Jesucristo no se apoyan en la Sagrada Escritura, o deben ser radicalmente reinterpretadas.

29. La incorrecta comprensión de la humanidad de Cristo, con una deficiente metodología teológica, tiene su correspondencia en los errores sobre la Virgen María. En 1978, la Conferencia Episcopal Española, mediante la Comisión episcopal para la Doctrina de la Fe, salió al paso de algunas publicaciones en las que se negaba la enseñanza de la Iglesia sobre la concepción virginal de Jesús[92]. Algunas afirmaciones sobre la Santísima Virgen son signo del abandono de la dimensión mariana, propia de una genuina espiritualidad católica, y de la ruptura entre la fe celebrada y la fe confesada[93].

c) Jesucristo, el único Salvador de todos los hombres

30. La afirmación sobre el carácter único y universal de la mediación salvífica de Cristo es parte central de la Buena Nueva que la Iglesia proclama sin interrupción desde la época apostólica: Jesús «es la piedra que desechasteis vosotros, los constructores, y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12). La verdad sobre la persona de Cristo, constituido por Dios juez de vivos y muertos (Hch 10, 42), es inseparable de la verdad sobre su misión redentora, de modo que todo el que cree en Él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados (Hch 10, 43). «Debe ser, por lo tanto, firmemente creída, como verdad de fe católica, que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida, una vez para siempre, en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios»[94]. La certeza inquebrantable respecto a esta verdad de fe ha impulsado a los cristianos de todos los tiempos a anunciar, con palabras y hechos, que Jesucristo es el Señor de todos (Hch 10, 36).

31. En estrecha relación con el significado de la Revelación, el debate cristológico contemporáneo se ha centrado en torno a las llamadas teologías del pluralismo religioso, que presentan la figura de Jesucristo a partir de presupuestos relativistas, bien desde la convicción de que la verdad divina es inasible por el entendimiento, bien desde una mentalidad simbólica atribuida a Oriente[95]. La consecuencia de estos presupuestos ha sido el rechazo sustancial de la identificación de la figura histórica individual de Jesucristo con la realidad misma de Hijo de Dios. El que es Absoluto —se afirma— no puede revelarse en la Historia de forma plena y definitiva. Todo lo más que se encuentra en la Historia son modelos, figuras ideales que remiten al Totalmente Otro. Algunas propuestas teológicas afirman que Jesucristo es Dios y hombre verdadero, pero piensan que, debido a la limitación de la naturaleza humana de Jesús, la revelación de Dios en Él no se puede considerar completa y definitiva. Habrá, por tanto, que considerarla en relación a otras posibles revelaciones de Dios expresadas en los guías religiosos de la Humanidad y en los fundadores de las religiones del mundo. Cuando se considera, de manera errónea, que Jesucristo no es la plenitud de la revelación de Dios, se sitúan a la par de Él otros líderes religiosos[96]. De aquí se seguiría la idea, igualmente errónea, y que siembra inseguridad y duda, que las religiones del mundo, en cuanto tales, son vías de salvación complementarias al cristianismo[97].

32. La reflexión cristológica debe salvaguardar, razonar y justificar, por un lado, el carácter realmente histórico y concreto de la encarnación de Cristo, y, por otro, el carácter definitivo y pleno de su existencia histórica en relación a la historia y salvación de todos los hombres. Afirmar que Jesucristo es el Verbo de Dios encarnado significa: 1) que Él es Dios, la verdad última y definitiva; 2) que Él desvela quién es el hombre, en cuanto nos revela la relación necesaria y apropiada con Dios[98]; y, 3) que Él es la verdad absoluta de la Historia y de la creación. Por eso, en el encuentro y en la comunión con Cristo, el ser humano puede reconocerse verdaderamente a sí mismo. Con la Encarnación no sólo no disminuye la divinidad, sino que se engrandece la humanidad.

d) Cristología y catequesis

33. En el centro de la catequesis se encuentra Cristo. El fin de la catequesis es conducir a la comunión con Jesucristo, mediante una instrucción orgánica y completa en la que, progresivamente, se ha de «descubrir en la persona de Cristo el designio eterno de Dios»[99]. La alegría de Jesús, que da gracias al Padre por haber «ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11, 25), se extiende a todos aquellos que participan en la misión salvífica de transmitir la fe. Esta alegría se ve truncada cuando determinadas maneras de catequizar, en lugar de favorecer el encuentro con Cristo vivo, lo retrasan o, incluso, lo impiden.

34. Determinadas presentaciones erróneas del misterio de Cristo, que han pasado de ámbitos académicos a otros más populares, a la catequesis y a la enseñanza escolar, son motivo de tristeza. En ellos se silencia la divinidad de Jesucristo, o se considera expresión de un lenguaje poético vacío de contenido real, negándose, en consecuencia, su preexistencia y su filiación divina[100]. La muerte de Jesús es despojada de su sentido redentor y considerada como el resultado de su enfrentamiento a la religión. Cristo es considerado predominantemente desde el punto de vista de lo ético y de la praxis transformadora de la sociedad: sería simplemente el hombre del pueblo que toma partido por los oprimidos y marginados al servicio de la libertad[101].

35. La consecuencia de estas propuestas, contrarias a la fe de la Iglesia, es la disolución del sujeto cristiano. La reflexión, que debería ayudar a dar razón de la esperanza (cf. 1 P 3, 15), se distancia de la fe recibida y celebrada. La enseñanza de la Iglesia y la vida sacramental se consideran alejadas, cuando no enfrentadas, a la voluntad de Cristo[102]. El cristianismo y la Iglesia aparecen como separables. Según los escritos de algunos autores, no estuvo en la intención de Jesucristo el establecer ni la Iglesia, ni siquiera una religión, sino más bien la liberación de la religión y de los poderes constituidos. Conscientes de la gravedad de estas afirmaciones y del daño que causan en el pueblo fiel y sencillo, no podemos dejar de repetir, con las palabras de la Carta a los Hebreos: «Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo y lo será siempre. No os dejéis seducir por doctrinas varias y extrañas. Mejor es fortalecer el corazón con la gracia que con alimentos que nada aprovecharon a los que siguieron ese camino» (Hb 13, 8-9).