1. Jesucristo, plenitud de la Revelación - Alfa y Omega

1. Jesucristo, plenitud de la Revelación

CEE
El hombre, para creer, necesita la gracia de Dios

6. «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Cuando el apóstol san Pedro confiesa a Jesús como el Hijo de Dios, el mismo Señor Jesús manifiesta que esa verdad no ha sido inducida de una realidad humana, sino revelada por el Padre que está en los cielos. En sus palabras se encuentra formulado el carácter específico y absoluto de la revelación cristiana, don gratuito que no se reduce a la sabiduría de este mundo (la carne y a la sangre).

a) Concepción católica de la Revelación

7. El Concilio Vaticano II ha descrito la revelación de Dios en términos de diálogo amistoso: «Dios invisible, movido por su gran amor, habla a los hombres como a amigos, entre ellos habita, a fin de invitarlos y recibirlos en su compañía»[11]. Habiendo decidido revelarse, Dios ha hablado a los hombres y ha adoptado el lenguaje humano de la amistad, con una finalidad muy precisa: llevar al hombre a la comunión de vida con Él por la participación en su naturaleza divina[12]. «Dios, que habita una luz inaccesible (1 Tm 6, 16), quiere comunicar su propia vida divina a los hombres, libremente creados por Él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos. Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas»[13].

8. La enseñanza conciliar ha puesto en evidencia los elementos específicos del acontecimiento de la Revelación, entendida como la comunicación que Dios hace de Sí mismo al hombre. Es el resultado de la libre y absoluta iniciativa de Dios. Su objeto es Dios mismo y los designios de su voluntad, es decir, no nos da simplemente a conocer algo, sino a Sí mismo, como Dios vivo en Jesucristo, su Hijo[14]. Su finalidad es la comunión y participación de vida con el Padre hecha posible mediante Jesucristo por obra del Espíritu Santo. La plenitud de la Revelación se da en Jesucristo, de forma que conocer a Cristo es conocer a Dios: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9)[15]. En consecuencia, la concepción católica de la Revelación subraya tanto su carácter gratuito, y radicalmente nuevo, como su condición de ser completa y definitiva (cf. Hb 1, 1-2). De la recta comprensión de la revelación del Hijo depende todo el edificio de la fe, lo que vivimos y confesamos.

9. Resulta incompatible con la fe de la Iglesia considerar la Revelación, según sostienen algunos autores, como una mera percepción subjetiva, por la cual se cae en la cuenta del Dios que nos habita y trata de manifestársenos. Aun cuando emplean un lenguaje que parece próximo al eclesial, se alejan, sin embargo, del sentir de la Iglesia[16]. Es necesario reafirmar que la Revelación supone una novedad[17], porque forma parte del designio de Dios que se ha dignado redimirnos y ha querido hacernos hijos suyos[18]. Por ello, es erróneo entender la Revelación como el desarrollo inmanente de la religiosidad de los pueblos, y considerar que todas las religiones son reveladas, según el grado alcanzado en su historia, y, en ese mismo sentido, verdaderas y salvíficas. La Iglesia reconoce lo que, por disposición de Dios, hay de verdadero y de santo en las religiones no cristianas[19]. Reconoce, además, que «todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones, tiene un papel de preparación evangélica»[20], pues su fuente última es Dios. De ahí que sea legítimo sostener que, mediante los elementos de verdad y santidad que se contienen en las otras religiones, el Espíritu Santo obra la salvación en los no cristianos; esto no significa, sin embargo, que esas religiones sean consideradas «en cuanto tales, como vías de salvación, porque además en ellas hay lagunas, insuficiencias y errores acerca de las verdades fundamentales sobre Dios, el hombre y el mundo»[21].

10. La doctrina católica sostiene que la Revelación no puede ser equiparada a las, llamadas por algunos, revelaciones de otras religiones. Tal equiparación no tiene en cuenta que «la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la Revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la Revelación»[22]. Jesucristo, el Hijo eterno del Padre hecho hombre en el seno purísimo de la Virgen María por obra y gracia del Espíritu Santo, es la Palabra definitiva de Dios a la Humanidad. En Cristo «se da la plena y completa revelación del misterio salvífico de Dios»[23]. Pretender que las revelaciones de otras religiones son equivalentes o complementarias a la revelación de Jesucristo significa negar la verdad misma de la Encarnación y de la Salvación, pues Él es «el que, por su amor sin medida, se hizo lo que nosotros para hacernos perfectos con la perfección de Él»[24].

b) Respuesta a la Revelación divina

11. La fe es la respuesta adecuada a la revelación de Dios. Cuando Dios se revela, hay que prestarle la obediencia de la fe, «que consiste en fiarse plenamente de Dios y acoger su verdad, en cuanto garantizada por Él, que es la Verdad misma»[25]. La fe es un don de Dios. El hombre, para creer, necesita la gracia de Dios y el auxilio interior del Espíritu Santo, «que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad. Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la Revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones»[26].

12. Tres aspectos merecen ser subrayados en la enseñanza conciliar[27]. Primero, la fe se entiende como una entrega de toda la persona a Dios que se revela y comunica; es escucha y obediencia en su raíz original y, por eso, seguimiento. Por la obediencia de la fe, el ser humano se abandona, por entero y libremente, a Dios, prestándole el pleno obsequio del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo voluntariamente a su revelación[28]. El ser humano acoge como verdadero lo que Dios ha dicho de Sí, precisamente porque lo ha testimoniado Dios, no porque lo desvele la razón[29]. El aspecto doctrinal de la fe —contenido de verdades reveladas que recogen el testimonio de Dios— debe ser comprendido personalmente: la entrega libre de toda la persona a Dios que se revela permite acoger el testimonio divino. Si se olvida este segundo aspecto, no se entienden las repercusiones morales del acto de fe[30]. Segundo, la adhesión a Dios, que es la fe, tiene su origen, su medio y su fin en Dios[31]. Su origen en Dios, porque Él tiene la iniciativa. Muchas veces y de muchas maneras habló a los hombres desde el principio (cf. Hb 1, 1), pero en Jesucristo, su Hijo encarnado, tenemos su Palabra definitiva (cf. Jn 1, 14-16). Su medio, porque la gracia divina pone en ejercicio la libertad humana e ilumina la razón para que pueda reconocer la presencia del Señor, haciendo posible, incluso, el primer gesto de receptividad y acogida, propio de la sencillez de corazón (cf. Mt 11, 25). Su fin, porque el movimiento de la fe tiende a Él. Tercero, la comprensión de la Revelación es un don del Espíritu Santo, que va perfeccionando con sus dones continuamente la fe. Sin la vida del Espíritu, la fe no se perfecciona y la Revelación acaba por no comprenderse.

13. Vivir según la fe requiere profesar de manera completa e íntegra el mensaje de Jesucristo, ya que una selección de diversos aspectos de su enseñanza, aceptar unos y rechazar otros[32], no respondería a la revelación del Padre, sino a la carne y la sangre (cf. Mt 16, 17), «porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8, 33). Es de vital importancia mantener íntegro el depósito de la fe, tal como Cristo lo confió a la Iglesia para su custodia. Así fue afirmado desde los inicios de la Iglesia[33]. De la negación de un aspecto de la Profesión de fe, se pasa a la pérdida total de la misma, pues al seleccionar unos aspectos y rechazar otros, no se atiende ya al testimonio de Dios, sino a razones humanas[34]. La vida entera del cristiano queda comprometida cuando se altera la Profesión de la fe[35].

«Jesucristo, plenitud de la Revelación». La adoración del Niño, de Filippo Lippi (siglo XV). Galería de Pintura de Berlín

c) La inteligencia y el lenguaje de la fe

14. La revelación de Dios al pueblo elegido, con quien ha establecido la Alianza, no es reducible a la experiencia religiosa subjetiva; de igual forma, la revelación definitiva en Cristo se ha realizado «con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí»[36]. Consiguientemente, no se puede admitir que el lenguaje sobre Dios sea algo meramente «simbólico, estructuralmente poético, imaginativo y figurativo, que expresaría y produciría una experiencia determinada de Dios»[37], pero no nos comunicaría quién es Dios. Es necesario mantener que la fe se expresa mediante afirmaciones que emplean un lenguaje verdadero, no meramente aproximativo, por más que sea analógico[38]. No han faltado quienes han sembrado la duda en relación con la Revelación y la inteligencia de la fe. Se reconoce, ciertamente, que Dios se ha revelado al hombre, pero a éste se le niega la capacidad concreta de acoger la Revelación. Se invoca la desproporción que existe entre el Dios que se revela y el hombre destinatario de la Revelación. Se afirma que, dado el carácter contingente, finito y limitado del ser humano, sólo podrá acoger la Palabra de Dios de forma fragmentaria, parcial y limitada. La pretensión de una revelación divina, que se considerara definitiva y plena, entraría en conflicto con la misma condición histórica del ser humano[39]. Y aunque la Revelación pudiera ser acogida —se dice— no podrá, sin embargo, expresarse en proposiciones concretas, que deban ser tenidas por verdaderas. Si esto es así, la revelación cristiana debe ponerse a la par de las revelaciones en otras religiones, o, incluso, en el orden mismo de la creación. Es cierto que el lenguaje humano es limitado y parcial[40], pero no se debe olvidar que las palabras y las obras de Jesús, aun siendo limitadas en cuanto realidades humanas, tienen como fuente la Persona divina del Verbo encarnado, verdadero Dios y verdadero hombre, y por eso poseen carácter definitivo y pleno. «La verdad sobre Dios no es abolida o reducida porque sea dicha en lenguaje humano. Ella, en cambio, sigue siendo única, plena y completa, porque quien habla y actúa es el Hijo de Dios encarnado»[41].

5. El conocimiento de la fe tiene su punto de partida en el testimonio personal de Dios que se revela. La fe nos viene por el oído, por la escucha de la Palabra de Dios (cf. Rm 10, 14-17). Ahora bien, la misma fe que acoge la verdad revelada (auditus fidei) suscita el deseo de avanzar en su inteligencia (intellectus fidei). La fe, en efecto, busca inteligencia[42]. La verdad revelada, aun trascendiendo la razón humana, está en armonía con ella. La razón, por estar ordenada a la verdad, con la luz de la fe, puede penetrar el significado de la Revelación. En contra del parecer de algunas corrientes filosóficas muy difundidas entre nosotros, debemos reconocer la capacidad que posee la razón humana para alcanzar la verdad, como también su capacidad metafísica de conocer a Dios a partir de lo creado[43]. En un mundo que con frecuencia ha perdido la esperanza de poder buscar y encontrar la verdad, el mensaje de Cristo recuerda las posibilidades que tiene la razón humana. En tiempos de grave crisis para la razón, la fe viene en su ayuda y se hace su abogada[44].

16. La mediación de una reflexión genuinamente filosófica ayudará a la teología en el verdadero diálogo con la cultura de cada tiempo[45]. Es necesario tener en cuenta «la filosofía o la sabiduría de los pueblos»[46], pero el intercambio fecundo entre las culturas no debe llevar al relativismo ni a la negación del «valor universal del patrimonio filosófico asumido por la Iglesia»[47]. La filosofía permite discernir entre las meras opiniones y la verdad objetiva. La cultura nunca puede ser criterio absoluto de juicio en relación con la revelación de Dios. Es la fe la que juzga la cultura y es el Evangelio el que conduce las culturas a la verdad plena[48]. Análogamente, no toda reflexión filosófica es compatible con la Revelación[49], ni tampoco es válido asumir acríticamente los principios de la cultura imperante para hacer actual el siempre nuevo mensaje evangélico[50].

17. Tenemos en el magisterio de la Iglesia la garantía para explicar correctamente la revelación de Dios. Como la Alianza instaurada por Dios en Cristo tiene un carácter definitivo, es necesario que esté protegida de desviaciones y fallos que puedan corromperla; para garantizar esta permanencia en la verdad, Cristo dotó a la Iglesia, especialmente a los pastores, con el carisma de la infalibilidad[51], que se ejerce de diversas maneras[52]. Suscitar dudas y desconfianzas acerca del magisterio de la Iglesia; anteponer la autoridad de ciertos autores a la del magisterio; o contemplar las indicaciones y los documentos magisteriales simplemente como un límite que detiene el progreso de la teología, y que se debe respetar por motivos externos a la misma teología, es algo opuesto a la dinámica de la fe cristiana[53].

«La Escritura es la Palabra de Dios». Biblia Sacra. Códice del siglo XIII, de la catedral de Segovia

d) Revelación y exégesis bíblica

18. Una concepción errónea de la Revelación está abocada necesariamente a una interpretación también errada de la Sagrada Escritura. La Constitución conciliar Dei Verbum enseña que la Escritura es palabra de Dios, y que, en la composición de los libros sagrados, el Espíritu Santo ha inspirado a los autores humanos para escribir la verdad que el Espíritu ha querido enseñarnos en orden a nuestra salvación[54]. Consiguientemente, es preciso estudiar el modo de composición de los libros, la intención de los autores, y otros muchos elementos literarios e histórico-críticos. Las aportaciones de la exégesis, en este punto, han supuesto una gran riqueza, pero, al mismo tiempo, no debemos olvidar que, en cuanto palabra inspirada, la Sagrada Escritura «se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita; por tanto, para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener muy en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura, habida cuenta de la tradición viva de toda la Iglesia, y de la analogía de la fe»[55].

19. En algunas ocasiones, los textos bíblicos se estudian e interpretan como si se tratara de meros textos de la antigüedad. Incluso se emplean métodos en los que se excluye sistemáticamente la posibilidad de la Revelación, del milagro o de la intervención de Dios. En lugar de integrar las aportaciones de la Historia, de la filología y de otros instrumentos científicos con la fe y la tradición de la Iglesia, frecuentemente se presenta como problemática la interpretación eclesial y se la considera ajena, cuando no opuesta, a la exégesis científica[56]. El olvido de la inspiración y del canon de la Sagrada Escritura, como si se tratara de principios irrelevantes para la auténtica comprensión del texto sagrado, no deja de constituir una grave preocupación[57]. El problema no radica en la utilización de los recursos de la filología o de todos los datos que la investigación nos ofrece, sino de aquellos presupuestos filosóficos e ideológicos de los métodos[58], que resultan incompatibles con la confesión de Cristo, centro de las Escrituras[59]. Dichos métodos son muy útiles y necesarios dentro de su ámbito, pero no pueden tener, por su propia naturaleza, la última palabra en la comprensión de un texto bíblico cuyo elemento determinante es la inspiración[60]. Sería algo semejante a querer comprender la persona e identidad de Cristo prescindiendo de su carácter divino[61], y, además, presentar tal comprensión como una conclusión científica[62]. La consecuencia de una errónea exégesis es que la Escritura deja de ser el alma de la teología[63], y no puede fundamentar ni la catequesis, ni la liturgia, ni la predicación, ni la vida moral cristiana, ni la piedad de los fieles[64].

«Los incorporados a Cristo por el Bautismo hemos recibido su mismo Espíritu, que nos hace clamar ‘Abba, Padre’»

e) Revelación y oración cristiana

20. El mismo Jesucristo que nos revela el rostro del Padre (cf. Jn 14, 9) es quien nos enseña a dirigirnos a Él con la oración del Padrenuestro. Los incorporados a Cristo por el Bautismo hemos recibido su mismo Espíritu, que nos hace clamar Abbá, Padre (cf. Rm 8, 15). El anhelo del corazón humano que busca a Dios, aun sin saberlo, ha sido colmado por Aquel que se ha hecho nuestro compañero de camino (cf. Lc 24, 15), comunicándonos su misma vida divina. «La oración cristiana es relación personal y viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo, que habita en sus corazones»[65]. La aceptación por la fe del misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sitúa al cristiano en una forma de oración sin par en las otras religiones. Pues la primera experiencia del Espíritu Santo se da en el mismo acto de fe (cf. 1 Cor 12, 3), y es el mismo Espíritu quien impulsa la oración al Padre, la lleva adelante compensando nuestra flaqueza (cf. Rm 8, 26) y nos capacita para el comportamiento cristiano (cf. Ga 5, 18. 22-25).

21. El cristiano sabe que Dios «llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración»[66]. Si el Dios vivo y verdadero no puede ser conocido más que cuando Él mismo toma la iniciativa de revelarse, la oración se descubre como absolutamente necesaria, porque pone al hombre en disposición de recibir el don de la Revelación. Cuando Ésta es vaciada de su contenido trinitario y es equiparada a las revelaciones de otras religiones, la oración se vacía de Cristo y, en consecuencia, deja de ser cristiana. Constatamos con preocupación cómo las confusiones respecto al misterio de Cristo y a la concepción católica de la Revelación han llevado a algunos cristianos a la minusvaloración de la oración de petición, o a formas sustitutivas de oración, en las que los métodos se confunden con los contenidos, se distancia de la oración pública de la Iglesia y se pone en peligro la relación entre lo que se cree (lex credendi) y lo que se ora (lex orandi)[67]. Las comunidades cristianas están llamadas a ser escuelas de oración, en las que se oriente de manera adecuada el hambre de espiritualidad[68].