6 de octubre: san Bruno, rechazó ser obispo para vivir en el desierto
Fundador de los cartujos, una de las órdenes más estrictas, abrió monasterios en montañas y lugares inhóspitos con la soledad como pilar para acercarse a Dios
«En el retiro de los monasterios y en la soledad de las celdas, paciente y silenciosamente, los cartujos tejen el traje nupcial de la Iglesia». Estas preciosas palabras las afirmaba hace 23 años san Juan Pablo II en un mensaje con ocasión del noveno centenario de la muerte de san Bruno, a quien definió como «un padre bueno e incomparable».
Este santo ha sido una figura clave en la historia del cristianismo por haber fundado la Orden de los Cartujos, una de las más estrictas y contemplativas que existen. Nacido en torno a 1030 en una familia noble en Colonia, en la actual Alemania, Bruno destacó desde joven por su brillantez intelectual y espiritual. Su formación lo llevó a estudiar en Reims, al norte de Francia, donde rápidamente se hizo un nombre como maestro y teólogo convirtiéndose, con tan solo 26 años, en el director de la escuela de la catedral de Reims, entonces la más prestigiosa de toda Francia.
En 1055 fue ordenado sacerdote en su ciudad natal germana y, al año siguiente, el obispo Gervais le pidió que regresara a Reims, no solo para dirigir la escuela episcopal sino para supervisar todos los centros de estudios de la diócesis. También llegó a ser canónigo de la catedral de esta ciudad y su arzobispo lo nombró canciller-secretario de la archidiócesis.
Sin embargo, la vocación de Bruno a una vida de mayor contemplación y retiro espiritual lo llevó, junto a seis compañeros más, a un macizo rocoso en las montañas de Chartreuse, en el sureste de Francia, donde en 1084 fundó el primer monasterio que daría lugar a la Orden de la Cartuja. Este sitio, conocido como la Gran Cartuja, situado en pleno desierto, se convertiría en el corazón de una nueva forma de vida religiosa que combinaba la soledad eremítica con ciertos aspectos comunitarios, ya que los cartujos viven en sus celdas, pasando la mayor parte del tiempo en oración y meditación, pero se reúnen para la Eucaristía y algunas oraciones en común. La pobreza, la oración y el estudio eran los pilares de la vida diaria de Bruno y sus compañeros. «Creó así un género de vida original en la historia de la Iglesia: la unión equilibrada entre eremitismo y cenobitismo. Soledad, pero con el apoyo de una comunidad», destaca en conversación con Alfa y Omega un monje cartujo que no quiere dar su nombre porque, según explica, los monjes de esta orden renuncian al ser y, por lo tanto, viven bajo el anonimato.
Sin embargo, el retiro espiritual de este santo fue interrumpido en 1090 cuando su antiguo alumno, el recientemente elegido Papa Urbano II, lo llamó a Roma para pedirle consejo en algunos asuntos de la Iglesia, como por ejemplo en la preparación de concilios o en la reforma del clero. Aunque Bruno obedeció, no permaneció mucho tiempo en la ciudad, ya que deseaba regresar a su vida en soledad. Incluso se le ofreció el arzobispado de Reggio Calabria, un cargo que también rechazó, fiel a su deseo de vivir en humildad y contemplación. El Papa finalmente accedió a dejarlo marchar, pero sin alejarlo demasiado, por si volvía a necesitar de sus consejos.
Tanto en la rama masculina como en la femenina, la orden cartuja se caracteriza por una vida contemplativa marcada por la soledad, el silencio casi absoluto y una gran austeridad. Incluso, por lo general, los monasterios están alejados de lugares habitados para favorecer el encuentro con Dios. Allí no reciben visitas salvo de sus familiares dos veces al año, ni ejercen apostolado externo. Es el prior quien recibe las noticias y las transmite al resto, de forma que no se rompa el clima de silencio. Aunque los monjes no pueden hablar sin permiso, hay momentos en los que sí se les permite, como los paseos semanales, los intercambios de formación o la dirección espiritual.
Los cartujos y cartujas viven en celdas de dos plantas rodeadas de un pequeño jardín, donde permanecen en aislamiento la mayor parte del día durante toda su vida. Por eso, a cada una de estas casas se les llama «desierto» o «eremitorio».
Fue entonces cuando Bruno fundó una nueva comunidad monástica en Santa María de la Torre, al sur de Italia, en Calabria, donde vivió sus últimos diez años en oración y soledad. Se trataba de un desierto situado a 850 metros de altitud donde, aparte de los factores ambientales, también encontró dificultades políticas y religiosas que hicieron más costosa su adaptación a la nueva ubicación.
Falleció el 6 de octubre de 1101 y su canonización tuvo lugar oraculo vivae vocis, es decir, a través de la palabra y de viva voz, por el Papa León X en 1514. «Siempre había existido la afirmación Cartusia sanctos facit sed non patefacit (la Cartuja hace santos, pero no los manifiesta) y lo aplicaron incluso a nuestro fundador», relata el monje. De hecho, sus restos mortales descansan hoy en día en Certosa de Calabria y fueron reconocidos oficialmente el 1 de noviembre de ese año. Entonces, el Papa vio que debía ser declarado santo y lo hizo oficialmente pero de forma verbal, sin bula, ante el cardenal protector de la orden. No sería hasta 1623 cuando Gregorio XV extendió su culto a la Iglesia universal.
A pesar de su extrema austeridad, o precisamente por ella, este carisma continúa interrogando al hombre de hoy, que sigue acercándose, en la medida que la clausura lo permite, a las cartujas. El monje que nos atiende desde el monasterio de Miraflores asegura que «el silencio de las pantallas y saber escuchar nuestro yo para ponerlo en orden a Dios es un bien muy apreciado por los que llaman a nuestras puertas».