6 de abril: san Pedro de Verona, el hereje que murió a manos de los herejes
El proceso de canonización del dominico Pedro de Verona, asesinado por combatir el catarismo, fue el más rápido de la historia. El responsable terminó convirtiéndose y haciéndose dominico
Toda época de la vida de la Iglesia contiene en sí una desviación arquetípica, la de aquellos que se ven a sí mismos como verdaderos seguidores de Cristo y a los demás como herejes sin remedio. En el siglo XII, esa tendencia tomó el nombre de catarismo y quienes la defendían se consideraban puros y perfectos. El santo al que la Iglesia celebra cada 6 de abril nació en el seno de este grupo y pereció violentamente años más tarde a manos de sus partidarios.
San Pedro Mártir, como también se le conoce, nació en Verona en el año 1205. La mayor parte de su familia sostenía tesis cátaras como que la materia es el terreno del demonio y las cosas de Dios son exclusivamente las espirituales. Quizá por el escándalo ante una Iglesia católica rica en exceso, trataban de vivir en contraposición la pobreza hasta el extremo. «Se trataba de una herejía dualista que negaba además la plena humanidad de Jesucristo y su presencia eficaz en los sacramentos», añade el dominico Manuel Jesús Romero Blanco. El sur de Francia y el norte de Italia hervían con la nueva doctrina y la convivencia entre cátaros y católicos era inevitablemente difícil: los primeros subvertían el orden establecido y quemaban iglesias, mientras que los segundos quemaban directamente a herejes en la hoguera.
Sus padres no encontraron a un maestro de su secta que educara a Pedro, por lo que consintieron en enviarlo a una escuela católica. Allí hizo gala de una inteligencia perspicaz que le llevaba a pensar por sí mismo, hasta el punto de que un día un tío suyo le preguntó qué le enseñaban allí y él respondió con el credo católico. «Dios no ha podido ser el creador de todo lo malo», le respondió aquel, antes de alertar al padre del chico del derrotero que estaba tomando su hijo.
Viendo que el joven corría el riesgo de meterse en líos, su padre le envió a Bolonia a completar sus estudios. Allí Pedro entró por primera vez en contacto con la recién nacida Orden de Predicadores. De hecho, su interés y curiosidad por la labor y la predicación de los dominicos se despertaron coincidiendo con los últimos momentos de vida de santo Domingo de Guzmán, que el 6 de agosto de 1221 moría en el convento de San Nicolás de las Viñas, de la ciudad italiana, rodeado de sus frailes.
Poco tiempo antes, Pedro había tomado el hábito dominico. Como sus compañeros, se dedicó a salir por las calles y plazas de aquellas ciudades, pueblos y aldeas donde se propagaba la herejía cátara. En 1234 creó las Sociedades de la Fe, con el objetivo de unir a su labor a laicos comprometidos con la evangelización en este contexto difícil. Y poco después fundó las Cofradías de María, para difundir entre los cátaros el verdadero culto a la Madre del Señor.
La fe no se impone
Predicó y organizó debates públicos con los cátaros en varias ciudades italianas, donde llamaba la atención a los católicos que profesaban su fe «con la boca y no con sus obras». En 1251 fue nombrado inquisidor de Milán y de Como por Inocencio IV. Pero la realidad de su misión está muy lejos de la imagen dogmática e intolerante que hoy muchos podrían tener de esta figura. «Hay que persuadir a la fe, pero no imponerla», solía repetir a quienes trabajaban con él para combatir el error.
Apenas unos meses más tarde, mientras caminaba desde Como hacia Milán, un cátaro lo asaltó y le asestó en la cabeza un hachazo que acabó con su vida. No pasó ni tan siquiera un año hasta que fue elevado a los altares, el proceso de canonización más breve que se conoce en la Iglesia.
Aunque hoy san Pedro de Verona es una figura desconocida, «en su día su fama de santidad, los milagros que le atribuían ya antes de su muerte y su final martirial hicieron de él un santo muy popular», asegura Romero Blanco. Quizá por ello, su asesino se acabó arrepintiendo de lo que hizo y terminó sus días como fraile dominico. «San Pedro de Verona nos deja el legado de una vida coherente hasta el martirio» y de la necesidad de «evangelizar a los alejados», añade. Destaca de él «sobre todo el testimonio de la presencia viva y operante del Espíritu del Señor en su Iglesia, a pesar de sus pecados».