Sería locura privarnos de la religión - Alfa y Omega

Sería locura privarnos de la religión

Discurso de bienvenida del Presidente, Nicolás Sarkozy. Palacio del Elíseo, París. Viernes, 12 de septiembre de 2008

Redacción

Santo Padre, es un honor para el Gobierno francés, para todos los aquí presentes y, por supuesto, para mi familia y para mí, recibirle hoy en el Palacio del Elíseo.

A lo largo de su historia, Francia siempre ha vinculado su destino a la causa de las artes, del pensamiento, de todas las disciplinas que forman ese arte de vivir en lo más elevado de nosotros mismos que llamamos cultura. Al consagrar a París una de las etapas de su visita, al elegir el Colegio de los Bernardinos, en el corazón del barrio latino, para pronunciar uno de los discursos más esperados de su viaje, al aceptar la invitación del Instituto, usted honra a Francia en uno de los atributos que más le importan: su cultura, una cultura viva que hunde sus raíces en el pensamiento griego y judeocristiano, en la herencia medieval, en el Renacimiento y el Siglo de las Luces; una cultura que usted aprecia y conoce admirablemente.

Sean católicos o fieles de otra religiones, creyentes o no creyentes, los franceses valoran que usted haya elegido París para dirigirse esta tarde al mundo de la cultura, usted que es, profundamente, un hombre de convicciones, de saber y de diálogo.

Para los millones de franceses católicos, su visita es un acontecimiento excepcional. Les procura una intensa alegría y suscita grandes esperanzas. Es natural que el presidente de la República, el Gobierno y los demás responsables políticos de nuestro país se asocien a esa alegría, como se asocian generalmente a las penas y alegrías de todos nuestros compatriotas de cualquier confesión. Quiero, en su presencia, expresar a los católicos de Francia mis mejores deseos de éxito para esta visita.

He querido que muchos de ellos estuvieran presentes en esta sala; conocidos o desconocidos, pero comprometidos en todos los sectores de la sociedad: movimientos de jóvenes, educación, sector social y asociativo, sanidad, empresas, sindicalismo, administración y vida política, periodismo, comunidad científica, mundo del deporte, de las artes y del espectáculo, de la literatura y de las ideas, y por supuesto instituciones eclesiales. Forman el rostro de una Iglesia de Francia diversa, moderna, que desea poner todas sus energías al servicio de la fe.

También están presentes en esta sala, y les doy las gracias por ello, representantes de otras religiones y tradiciones filosóficas, así como muchos franceses, agnósticos o no creyentes, igualmente comprometidos para el bien común. En esta República laica que es Francia todos le recibimos con respeto, como jefe de una familia espiritual cuya contribución a la historia del mundo y de la civilización no es ni cuestionable, ni cuestionada.

Santo Padre, el diálogo entre fe y razón ha ocupado un lugar preponderante en su itinerario intelectual y teológico. No sólo ha defendido usted siempre la compatibilidad de fe y razón, sino que piensa además que la especificidad y la fecundidad del cristianismo son inseparables de su encuentro con los fundamentos de la filosofía griega.

Tampoco la democracia, Santo Padre, debe separarse de la razón. No puede contentarse con asentar su autoridad sobre una adición aritmética de sufragios, ni sobre las pasiones cambiantes de los individuos. Debe proceder, además, mediante argumentaciones y razonamientos, debe buscar con honestidad lo que es bueno y necesario para todos, respetar los principios reconocidos como esenciales que permiten el común entendimiento. Es más, ¿cómo podría la democracia privarse de las luces de la razón sin renegar de sí misma, puesto que nació de la razón y de las Luces? La luz de la razón es una exigencia cotidiana para el gobierno de las cosas públicas y para el debate político.

Pos eso es legítimo en democracia y respetuoso de la laicidad el diálogo con las religiones. Estas últimas, y en particular la religión cristiana con la cual compartimos una larga historia, son patrimonios vivos de reflexión y pensamiento, no solamente sobre Dios, sino también sobre el hombre, sobre la sociedad, e incluso sobre una preocupación tan central en nuestro mundo como es el respeto de la naturaleza y la defensa del entorno. Sería insensato privarnos de ese patrimonio, sería simplemente un atentado contra la cultura y contra el pensamiento. Por eso abogo una vez más a favor de una laicidad positiva: una laicidad que federe y dialogue, y no una laicidad que excluya o denuncie.

En esta época en que la duda generalizada y el individualismo retan a las democracias a ver si son capaces de responder a los problemas actuales, la laicidad positiva ofrece a nuestras conciencias la posibilidad de dialogar, por encima de los diversos ritos y creencias, sobre qué sentido queremos dar a nuestras vidas.

Francia ha entablado, junto con Europa, una reflexión sobre la moralización del capitalismo financiero. El crecimiento económico carece de sentido si se toma como una finalidad en sí mismo. Consumir por consumir, crecer por crecer es absurdo. Sólo la mejora de las condiciones de vida de todos y la felicidad de la persona constituyen una finalidad legítima. Esta convicción, alma de lo que llamaré la doctrina social de la Iglesia, responde adecuadamente a los retos de la economía globalizada contemporánea. Nuestro deber es escuchar lo que quiera usted decirnos al respecto.

De la misma manera, los progresos rápidos de la ciencia en los ámbitos de la genética y de la procreación plantean a nuestras democracias difíciles cuestiones de bioética. Ponen en juego nuestra concepción del hombre y de la vida y pueden conducirnos a mutaciones sociales. Por eso no son únicamente asunto de expertos en la materia. La responsabilidad del hombre político es organizar el marco propio al desarrollo de la reflexión sobre el tema. Es lo que haremos en Francia convocando los Estados generales de la bioética, que tendrán lugar el año próximo. Naturalmente, las tradiciones filosóficas y religiosas estarán presentes en el debate.

La laicidad positiva, la laicidad abierta, es una invitación al diálogo, a la tolerancia y al respeto. Bien sabe Dios que nuestras sociedades, Santo Padre, necesitan diálogo, tolerancia, respeto, calma. Pues bien, usted proporciona una oportunidad, un aliento, una dimensión suplementaria a ese debate público.

Santo Padre, mañana irá usted a Lourdes. En el corazón de miles de personas, en Francia y en el mundo, Lourdes ocupa un lugar especial. Van allí buscando con frecuencia una curación física; vuelven con el alma y el corazón sanados. Incluso para los profanos existe un milagro en Lourdes: el de la compasión, la valentía, la esperanza mantenidos en medio de sufrimientos físicos o morales tantas veces extremados e indecibles.

El sufrimiento, ya sea por causa de la enfermedad, del handicap, de la desesperación, de la muerte o simplemente del mal, es una de las preguntas fundamentales que la vida plantea a la fe o a la esperanza humana. A este respecto, lo que diga el lunes a los enfermos será escuchado por un auditorio mucho más amplio que el de la comunidad católica. Pero por su capacidad para afrontar el sufrimiento, para superarlo y para transformarlo, el hombre da también, a los creyentes como a los no creyentes, un signo tangible, una prueba evidente de su dignidad. Es porque existen el sufrimiento y la capacidad de superarlo por lo que el hombre manifiesta su dignidad.

La Iglesia no cesa de proclamar y defender la dignidad humana. A nosotros, responsables políticos, mis queridos colegas del Gobierno, señores de la oposición, señor alcalde de París, nos incumbe protegerla cada día más, desafiando las presiones económicas y superando las incertidumbres políticas, en el respeto a la libertad de conciencia, que son elementos constitutivos de esta dignidad.

Pensando precisamente en la dignidad de las personas hemos querido crear un Fondo de solidaridad activa, nos hemos lanzado a la lucha contra la enfermedad de Alzheimer, hemos creado la función de controlador general de las prisiones. Sé que en nuestra democracia queda mucho por hacer en esos aspectos. Pensando en la dignidad de las personas hemos afrontado la difícil cuestión de la inmigración: cuestión inmensa, que requiere al mismo tiempo tener generosidad, respetar la dignidad y asumir nuestras responsabilidades.

Santo Padre, tan sólo evoco ante usted los capítulos más importantes, a los cuales Francia no pretende responder perfectamente, pero que constituyen inmensas interrogaciones. Es decir, la responsabilidad de los líderes políticos: cómo respetar la dignidad humana y, al mismo tiempo, asumir la dirección de nuestros países.

Progresivamente la dignidad humana se ha impuesto como valor universal. Es el alma de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada aquí en París hace sesenta años y fruto de una convergencia excepcional entre la experiencia humana, las grandes tradiciones filosóficas y religiosas de la Humanidad y el trabajo propio y paulatino de la razón.

En el momento en que resurgen tantos fanatismos, en que el relativismo seduce más y más, en que la posibilidad misma de conocer y transmitir cierta parte de la verdad está cuestionada, en el momento en que los egoísmos más herméticos amenazan las relaciones entre naciones y en el seno de cada nación, esta opción integral por la dignidad humana y por sus fundamentos racionales ha de ser considerada como el más precioso de los bienes. Ahí reside el verdadero secreto de Europa, cuyo olvido precipitó al mundo en las peores barbaries. Ahí reside igualmente el espíritu de la Unión Mediterránea que hemos querido crear.

Santo Padre, conozco y comparto su inquietud creciente por la suerte de ciertas comunidades cristianas en el mundo, especialmente en Oriente. Saludo especialmente por esa razón al señor Estifan Majid, presente entre nosotros, hermano del arzobispo de Mosul recientemente asesinado.

En la India, cristianos, musulmanes e hindúes deben renunciar a cualquier forma de violencia y someterse a las reglas del diálogo. En otros lugares de Asia, la libertad de practicar la religión de cada uno, sea la que sea, debe ser respetada. Francia, que tanto ha trabajado para que todas las convicciones puedan coexistir y expresarse, pide que la reciprocidad sea respetada en todos los lugares del mundo, para todas las religiones. De la misma manera acoge el interés suscitado por el budismo en Occidente. El Dalai Lama, jefe espiritual del budismo tibetano, imparte enseñanzas a las cuales nuestras sociedades prestan cada vez más atención. Por tanto, merece ser respetado y escuchado.

He tenido ocasión de hablar de las raíces cristianas de Francia. Ello no impide que nuestros compatriotas musulmanes practiquen su religión, al igual que los demás. Pero esa diversidad que consideramos como una riqueza, queremos, Santo Padre, que sea respetada en otros países del mundo. Es lo que llamamos reciprocidad.

Tal es la práctica de la laicidad positiva: buscar un sentido, respetar unas creencias. No ponemos a ninguno por delante de los demás, pero asumimos nuestras raíces cristianas. Eso es lo que queremos para Francia, Santo Padre. Trabajamos por la paz, no queremos despertar de nuevo las guerras de religión.

Por eso, después de su conversación con el rey de Arabia Saudita, que ha marcado un hito histórico, me desplacé a Ryad para insistir sobre lo que las religiones tienen en común, que es en verdad mucho más que lo que las separa.

El diálogo con y entre las religiones es el mayor desafío del siglo que comienza. Los responsables políticos no pueden desinteresarse de él. Sí, respeto las religiones, todas las religiones. Conozco los errores que han cometido en el pasado y los integrismos que las amenazan, pero sé también qué papel han desempeñado en la edificación de la Humanidad. Reconocerlo no mengua para nada los méritos de otras corrientes de pensamiento.

Sé la importancia de las religiones para responder a la necesidad de esperanza de los hombres y no desprecio esa necesidad. El deseo de espiritualidad no es un peligro para la democracia ni para la laicidad. Mantengo mi esperanza en las religiones cuando leo este testamento profético de Christian de Chergé, prior de Tibhirine, cobardemente asesinado junto con sus hermanos: «Argelia y Afganistán son, para mí, un cuerpo y un alma. Lo he proclamado cuanto he podido por lo que allí he recibido, porque allí he vuelto a encontrar tantas veces el hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primera Iglesia, precisamente en Argelia y ya entonces en el respeto a los creyentes musulmanes». Si en el mundo sólo hubiera personas como el hermano Christian, el peligro de guerras de religión no existiría y los fanatismos carecerían de razón de ser.

En el mismo testamento profético prosigue: «Me gustaría, cuando llegue el momento, tener la lucidez que me permita pedir el perdón de Dios a mis hermanos en humanidad, al mismo tiempo que me permita perdonar de todo corazón a los que me han herido». Cuando leo esto creo, sí, que las religiones pueden ensanchar el corazón del hombre.

Por todas estas razones, Santo Padre, sea bienvenido a Francia.

Traducción: Teresa Martín