Siempre me han interesado los movimientos migratorios de los seres vivos, esa especie de alerta de supervivencia. En los emigrantes hay un abanico amplio de razones para salir de la propia tierra e ir a otra, tal vez desconocida. En los refugiados, solicitantes de asilo, todas esas razones se reducen a una: seguir con vida.
Los refugiados cruzan el mar o rutas peligrosas del sudeste europeo en condiciones de enorme vulnerabilidad. Sus identidades son difusas, son desconocidos. Los que han sucumbido en los naufragios son más anónimos aún. El campo de batalla para ellos estaba en su país, y en el trayecto, y en el puerto donde atracaban, y en los países por los que pasaban, y en los países a los que llegaban… Ciertamente, su historia no encuentra piedra donde grabarse.
Aquí al monasterio llegan, como a la isla de Lesbos, los otros refugiados, los que conviven con nosotros en nuestras ciudades y son de nuestra misma raza y condición. Vienen de muchas guerras y hostilidades: el abandono, la desesperación, la angustia, la pobreza, la violencia doméstica, callejera, ciudadana… A menudo vemos al otro como el extraño, el extranjero, el diferente, el enemigo. Así, vemos al refugiado africano y asiático, y al refugiado de nuestra sociedad, con una cierta hostilidad. No hay otro modo de paliar las hostilidades sino es con la hospitalidad. Solo cuando hacemos del enemigo un huésped, el mundo cambia, y esto solo es posible si vemos al hombre y, en él, a Cristo.
La familia de Nazaret también huye hoy como ayer de los tiranos de todos los tiempos y lugares. «Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti».