Este año se cumplen 40 años de la muerte de Picasso. El malagueño murió de niño: quizá ésta sea la manera más certera de atinar con su existencia. Porque el niño se cansa, salta de una piedra a otra, va detrás de un cangrejo, vuelve a cansarse, desiste de su persecución e inventa una atracción mejor, a veces no quiere estar donde estuvo y se inventa un lugar mejor, del que se desinstala al minuto…
Picasso no pasó por etapas pictóricas, lo suyo fue una perenne metamorfosis. Los artistas profundizan, van de menos a más. El mismo Juan Gris escribió que, en su trabajo, iba mejorando y comprobando su progreso. Un pintor necesita tiempo para evolucionar. A Picasso le sobraba el tiempo porque nació prodigio, y se permitía la ocurrencia de dejar las cosas inacabadas.
Hay una anécdota que ha pasado de puntillas por el trabajo de los especialistas y me gustaría recoger. A los catorce años, el padre de Picasso le entregó la paleta y los pinceles, y le juró que no volvería a pintar, ya que su hijo le había sobrepasado con creces. Que un padre le diga a su hijo que se desentiende de su formación, más que un bien, es una amenaza para su salud emocional. El hijo recibe la patente de corso de una libertad sin apoyaturas. No es por ponerme psicoanalítico, pero la ausencia de un padre deja sus llagas. La biología, la fuerza, la sexualidad, el imperativo de la naturaleza, fueron los grandes temas del artista, y cuando la sequedad le invadía, recuperaba los temas de otros para revisarlos, como hizo con Las Meninas, de Velázquez, con Poussin, Giovanni Bellini, Delacroix, etc. La serie de 180 dibujos autobiográficos que pintara en 1953 refleja el inmenso dolor de un genio al que la fuerza y el apetito sexual se le esfumaban. La apoyatura en la estricta biología iba perdiendo estabilidad, y él se mostraba incapaz de aceptar que la rosa lleva el destino de marchitarse.
Picasso no tuvo el recorrido espiritual suficiente como para colocar su impotencia en un estado de serenidad. Es que algunos se imaginan que existe una perennidad inagotable, como si del hombre fluyera una corriente de eterna voluntad. Así pensaba también el pobre Hemingway. En su libro Fama y soledad de Picasso, el escritor John Berger apunta unos versos de Yeats para hablar del Picasso vencido: «¿Qué más me queda que me incite al canto, sino la lujuria y el odio?». Terrible. Pero nadie como él buscó nuevas perspectivas para explicar lo humano en un lienzo.