Cumplidos 30 años de funcionamiento de mercado único europeo y recién iniciada la presidencia española del Consejo, es buen momento para señalar que la creación de este espacio económico compartido ha sido un acierto. Lo es en tanto que refleja el ideal que inspira el sueño de Europa: la unión en la diversidad. La identidad de Europa como lugar en el que las diferencias confluyen de forma creativa hacia nuevas formas de unidad ha sido repetidamente ponderada por los Pontífices que han vivido la integración europea.
En la medida en que el mercado único ha sido una plasmación fecunda de esta Europa unida en la diversidad, los Papas han apreciado en él un valor. Así lo destacaba Benedicto XVI al subrayar la fortaleza que aportaban una Europa unida y un mercado interior fuerte en un contexto de crisis financiera y globalización. Su antecesor, san Juan Pablo II, ya se había mostrado firme partidario de una economía libre y socialmente inspirada, principios que han sido la seña de identidad del mercado único. Y el actual Sucesor de Pedro, Francisco, también ve en él una parte esencial del proyecto europeo, sin la cual no podría entenderse.
Desde la óptica de Francisco, el mercado único sirve al propósito de impulsar una Europa basada en tres capacidades: la de integrar, la de comunicar y la de generar. Europa integra porque alberga diversidad cultural y es solidaria, entendida la solidaridad como la promoción de oportunidades para desarrollar una vida digna. Europa comunica desde su enorme capacidad de diálogo. Y genera, ya que se encuentra en permanente búsqueda de modelos más inclusivos y equitativos. No en vano, la Unión Europea es el «paradigma de la economía social de mercado», según ha afirmado el Santo Padre.
Siguiendo sus palabras, al mercado único hay que reconocerle el éxito de haber encarnado una verdad universal: que la unidad prevalece sobre el conflicto. De modo que, al ser piedra angular del proyecto de integración, se constituye en una pieza clave para la paz entre unas naciones que han decidido recorrer el camino de la unidad tras siglos de transitar por las destructivas sendas de la confrontación. Afianzar la concordia entre pueblos que, en fechas no muy lejanas, se relacionaban por la lógica de la fuerza, es el logro que permite seguir considerando a la UE un éxito en términos históricos.
No obstante, la paz no debe ser entendida como la mera ausencia de guerra. Se relaciona directamente con la dignidad de la persona, con la posibilidad de desarrollar íntegramente todas las dimensiones del ser humano. Por este motivo, cuando se examina la hoja de servicios del mercado único no debe hacerse exclusivamente en términos de riqueza. Tampoco privilegiar su dimensión institucional, ignorando las realidades humanas sobre las que se proyecta; ni caer en el reduccionismo de constreñir el debate a parámetros de crecimiento, sin incluir variables como la justicia o la redistribución.
Por este motivo, reconociendo al mercado único sus méritos, es pertinente sostener sin desfallecimiento el discurso de la necesaria conciliación de las leyes del mercado y la globalización con las exigencias de la fe y la doctrina social de la Iglesia. En este punto, vuelve a ser ineludible el magisterio de Benedicto XVI. En Caritas in veritate, describió cómo ciertos procesos de la globalización han supuesto un menoscabo para las redes de seguridad social, con «grave peligro» para los derechos y la lógica de la solidaridad del Estado social. En este sentido, recordaba que «el mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa», que tiene su base en la confianza y, en último término, se asienta en el principio de igualdad.
Un enfoque similar cabe aplicar al impacto de la inteligencia artificial (IA). De que seamos capaces de fijar el punto de ajuste entre lo posible y lo éticamente admisible dependerá que no se desencadenen las amenazas que la IA encierra y sí sus grandes oportunidades en términos de rehumanización del trabajo, gracias a la transformación de actividades repetitivas o peligrosas. Y en términos de distribución, por el potencial aumento de los márgenes. Para que sea así, ha de imperar el frontispicio de la doctrina social de Benedicto XVI: no está la persona al servicio del mercado sino al revés.