3 de noviembre: san Martín de Porres, el mulato bastardo que hizo de una escoba su cruz
Le llamaban fray Escoba porque ejerció los oficios más humildes dentro del convento de Lima del que nunca salió, excepto cuando se bilocaba para hacer el bien a misioneros y moribundos
A veces Dios es un trilero que esconde la santidad como si fuera una bolita en un cubilete. Parece que la hace brillar en tal o cual persona pero, al final, la deposita en aquel del que menos te lo esperas. Es lo que pasó con este joven mulato, que ni siquiera pudo entrar en el convento como todos los demás y que hizo de su escoba el arma de su santidad.
Martín nació en Lima cuando era la capital del virreinato del Perú. Su padre era un español de la baja nobleza y venido a menos que convivía con una mulata liberta que había sido esclava. No estaban casados porque él nunca lo quiso, pero al menos reconoció a sus hijos como suyos y pudo darles cierta educación.
A los 7 años, su padre dejó a Martín a cargo de otra mujer, en un barrio limeño donde vivían africanos, indios nativos y españoles pobres. Allí aprendió a leer y a escribir. En los comercios de la zona aprendió también los oficios de barbero, dentista y boticario. Con todo, él tenía la mirada puesta en el convento dominico de Nuestra Señora del Rosario. Con 15 años solicitó el ingreso. Pero al ser pobre, mulato y bastardo, solo le admitieron en la categoría de donado, la más baja de todas. Dentro del convento siguió haciendo lo mismo que fuera: cortar el pelo y sacar muelas. Después de su profesión religiosa, en 1603, Martín añadió a sus tareas la de campanero de la comunidad y, más tarde, las de enfermero y encargado del ropero. Eran trabajos modestos en los que nadie podría reparar. «Pasar desapercibido y ser el último», ese era su lema. La escoba que se le confió para mantener limpio el convento se convirtió en su cruz y su gloria, y le valió el apodo de fray Escoba.
A las puertas de la casa llamaban continuamente mendigos y gente con necesidad, y ninguno se iba de allí sin algo para comer y sin palabras para el alma. Durante una epidemia de sarampión llevó día y noche, por toda la ciudad, comida y ungüentos para los afectados. «No hay gusto mayor que dar a los pobres», decía. Gracias a su especial sensibilidad cuidaba hasta de los animales, algo muy chocante entonces. Se le sorprendió dando de comer en el mismo plato a un perro, un gato y un ratón, amansando a un perro rabioso y salvando de la muerte a una mula desahuciada.
Nadie le vio nunca ponerse unos zapatos nuevos ni usar cosa alguna como propia. Como no podía ser de otra manera, participaba en la oración comunitaria, pero también se escondía para estar ratos a solas con su Dios. No tardaron en manifestarse milagros atribuidos a su persona, en especial el de la bilocación. Se dice que, sin salir de Lima, fue visto en México, en África, en China y en Japón dando ánimos a los misioneros y cuidando en lugares muy distantes a enfermos y moribundos que padecían a solas. «Yo te curo, Dios te sana», solía decir. Pero su forma de interceder era llamativa por la desproporción entre los medios y los logros: una vez curó las piernas partidas de un niño untándolas con vino. En otras ocasiones lo hizo atando una suela de zapato a una pierna infectada o simplemente dando de beber un vaso de agua al enfermo. También se testificó que a veces levitaba durante la oración hasta tres metros de altura. Pero sobre todo hablaba de Dios a la gente, en particular a esclavos negros de los barrios más desfavorecidos.
«Esto fue lo más llamativo en su época», afirma el dominico Julián de Cos, uno de sus biógrafos. «En aquellos años, más de la mitad de la población de Lima estaba formada por esclavos, y era muy difícil evangelizarlos por las diferencias culturales y por el idioma», añade. Sin embargo, a san Martín de Porres «lo veían como uno de ellos, hablaba su idioma y conocía su cultura. Él sí podía hablarles de Cristo y así pudo hacer una labor de evangelización enorme en esos arrabales. Hizo real el Reino de Dios allí».
En 1639, fray Escoba falleció tras contagiarse de tifus en una de sus rutas por la ciudad. Toda Lima le lloró y su comunidad se animó a introducir su causa de beatificación, pese a que su origen hacía difícil que prosperase. «San Martín de Porres recupera la espiritualidad de los anawin, los pobres de Yahvé, que se ponen absolutamente en manos de Dios», afirma Julián de Cos. «Un mulato, un bastardo y un iletrado nos marca a nosotros hoy un estilo de vida distinto, en medio de esta cultura del empoderamiento y de la reivindicación de los caprichos».