3 de junio: Mártires de Uganda, los jóvenes para los que el fuego era como agua
Carlos Lwanga, trabajador en la corte del tirano ugandés Mwanga, se convirtió en el líder espiritual de los cristianos y fue quemado en la hoguera con otros 50 mártires
«Es como si me estuvieras echando agua. Por favor, arrepiéntete y vuélvete cristiano como yo», le dijo Carlos Lwanga al funcionario del rey de Uganda que le estaba quemando vivo. Sus palabras recuerdan a las que pronunció san Lorenzo en los comienzos del cristianismo, cuando pidió a sus torturadores que le dieran la vuelta a la parrilla en la que estaba siendo asado a fuego, «porque por este lado ya estoy bien hecho». Es lo que tienen los mártires: una fuerza sobrenatural que les protege en el momento decisivo de la vida. Así lo vivieron los cristianos ugandeses que fueron martirizados junto a Lwanga.
Carlos nació el 1 de enero de 1860 y fue bautizado 25 años más tarde por el misionero francés Pere Giraud, cuando ya estaba al servicio de la corte del rey Mwanga. El monarca regía los destinos de su pueblo de un modo distinto al de su padre, Mutesa. Este había permitido la evangelización del país por parte de los padres blancos y de algunos misioneros anglicanos pero, al morir, su hijo los expulsó y los empujó a la clandestinidad, pues veía a los religiosos como representantes de potencias extranjeras que amenazaban su poder. A esto se añadía su pulsión por forzar relaciones sexuales con los muchachos de la corte: rechazarle significaba exponerse a una muerte segura.
Los primeros en ser perseguidos fueron los anglicanos. En 1885, muchos de ellos fueron vendidos a traficantes de esclavos árabes o directamente asesinados, como el obispo misionero inglés James Hannington. El mayordomo real Joseph Mukasa, muy cercano a Mwanga, se lo afeó, al igual que su costumbre de acosar a jóvenes y niños. Como castigo, el 15 de noviembre de 1885 fue decapitado y su muerte fue un aviso para todos los cristianos del país.
El rey ordenó entonces a Carlos Lwanga que tomara el relevo de Mukasa, sin saber que Lwanga se convertiría en el líder espiritual de muchos cristianos en la capital. La misma noche en que asesinaron a su predecesor, Carlos se fue con otros catecúmenos a recibir el Bautismo de manera clandestina: temía que le llegara la muerte sin haber recibido el sacramento.
En pocos días logró que otras cien personas se bautizaran, algo ya difícil de ocultar en la corte. Cuando el rey se enteró de lo que estaba pasando a sus espaldas, enfurecido, mandó cerrar a cal y canto el recinto real. Carlos se temió lo peor y mandó llamar a otros cuatro catecúmenos, a los que bautizó él mismo esa noche.
Al día siguiente el rey reunió a todos sus cortesanos y los separó entre «los que rezan y los que no rezan», y prometió perdonar la vida a los que renegaran de su fe. 15 de ellos —todos menores de 25 años— se pusieron en la fila de los creyentes, y Mwaga les condenó a muerte.
Fueron conducidos a un lugar ritual de ejecución a 60 kilómetros de allí, junto a otros nueve anglicanos. Lo que en principio iba a ser un escarmiento público para la población se convirtió en un testimonio de fe en la vida más allá de la muerte, pues se iban animando unos a otros y a los que les veían en el camino les señalaban el cielo entre sonrisas.
Finalmente, fueron quemados en una hoguera inmensa preparada ex profeso para ellos. En ese lugar se levanta hoy el santuario de los Mártires de Uganda, meta de peregrinación de cientos de miles de africanos que cada año veneran allí su memoria.
«Hoy quiero recordar también a los mártires anglicanos, pues su muerte por Cristo testimonia el ecumenismo de la sangre», dijo el Papa Francisco en noviembre de 2015, cuando visitó el santuario de los Mártires de Uganda. Tanto católicos como anglicanos «cultivaron el don del Espíritu Santo en sus vidas y dieron libremente testimonio de su fe en Jesucristo, aun a costa de su vida, y muchos de ellos a muy temprana edad», dijo el Papa.
Poco antes, en un encuentro con la Comisión Internacional Anglicano-Católica, dijo ante representantes de ambas confesiones que el testimonio conjunto de los mártires «es un lazo fuerte que ya nos une, más allá de toda división», pues «la sangre de nuestros mártires nutre una nueva era de compromiso ecuménico, una nueva y apasionada voluntad de cumplir el mandato del Señor: que todos seamos uno».