29 de diciembre: santo Tomás Becket, el canciller que se negó a ser el bufón del rey
Tomás Becket pasó de complacer al rey de Inglaterra a demostrar con su sangre su fidelidad al Rey de reyes. «No soy un traidor, sino un sacerdote», dijo antes de ser asesinado a espada ante el altar de Canterbury
Antes de santo Tomás Moro hubo otro Tomás que se negó a ser el bufón del rey de Inglaterra. Ocurrió unos siglos antes, y los protagonistas fueron otro monarca del mismo nombre, Enrique II, y Tomás Becket, su canciller.
Becket nació en Londres, en una familia acomodada que le dio una buena educación. En su juventud se comportó como cualquier caballero de la época, participando en justas y torneos a caballo, además de estudiar leyes y emplearse en el negocio de unos prestamistas de la capital.
En 1142 entró al servicio del arzobispo Teobaldo de Canterbury, quien le envió a Francia y a Italia a completar sus estudios de Derecho. Con los años se consolidó la confianza que tenía depositada en él Teobaldo, que en 1154 le nombró archidiácono de Canterbury. Gracias a esta posición empezó a tratar más asiduamente al rey Enrique II, recién ascendido al trono, que lo elevó al puesto de canciller de Inglaterra al año siguiente. Cuenta la historiadora Sam Riches, de la Universidad de York y autora de la web The Becket story, que el canciller sirvió a su rey «como estadista y diplomático, e incluso como soldado, dirigiendo tropas en la guerra contra los franceses». El canciller «tenía la apariencia exterior de un clérigo mundano que encajaba con los gustos extravagantes de la corte real, e incluso apoyaba al rey en sus desacuerdos con la Iglesia, asumiendo en este punto el papel de asesor principal del monarca», afirma la historiadora.
Fueron siete años de fidelidad total a Enrique II, que resultaron premiados cuando Teobaldo murió en 1161 y el rey propuso que se nombrara a Becket como su sucesor. Este aceptó, siendo ordenado sacerdote el 2 de junio de 1162 y consagrado obispo al día siguiente. Sin duda, el rey Enrique esperaba encontrar en su antiguo canciller un fiel aliado en su relación con la Iglesia, a la que veía como rival en su lucha por el poder.
Pero algo cambió en su interior y Becket ya no volvió a conducirse del mismo modo. Como él mismo reconoció más tarde, pasó de ser «patrón de actores y seguidor de perros, a pastor de almas». Se tomó muy en serio sus nuevas responsabilidades, comenzó a vivir de un modo más austero, y empezó a ser más generoso con la limosna. Contaban sus contemporáneos que a menudo lavaba los pies de los pobres y que se le podía ver llorando mientras celebraba la Eucaristía.
Exilio y martirio
Debido a este cambio, no es de extrañar que la relación con el rey empezara a deteriorarse. En 1164, Becket planteó claramente al rey su postura: la Iglesia debía ser libre e independiente del poder temporal, y no debía ceder ni plegarse a las intenciones regias. Concretamente, se negó a que el hijo del rey fuera elegido obispo de York, y se opuso a que la Iglesia pagara más impuestos que los que consideraba justos. El antiguo canciller vio entonces amenazada su vida y decidió exiliarse en Francia, desde donde al año siguiente excomulgó a todos los obispos ingleses que habían decidido mantenerse fieles a Enrique II.
En medio de estas tensiones, el Papa Alejandro II decidió intervenir en favor de Becket, por lo que Enrique II dio su brazo a torcer. De este modo, el arzobispo de Canterbury volvió a su sede en diciembre de 1170 y entró en la catedral en medio de las aclamaciones del clero.
La intencionalidad de lo que sucedió después queda en el terreno de lo desconocido, pero lo cierto es que el rey Enrique II comentó un día en voz alta ante su corte: «¿Quién me librará de este sacerdote turbulento?». Estas palabras fueron tomadas como un mandato por cuatro caballeros que, en la tarde del 29 de diciembre de ese año, entraron en la catedral de Canterbury y acabaron con su vida a golpes de espada. «No soy un traidor, sino un sacerdote», dijo Becket antes de morir.
En su prodigioso poema Asesinato en la catedral, ambientado en la muerte de Becket, T. S. Eliot hace decir al santo en ese momento ante el altar: «El hombre justo es como un león que ignora el miedo. Aquí estoy, un cristiano salvado por la sangre de Cristo dispuesto a sufrir con mi sangre. El signo de la Iglesia es siempre el signo de la sangre. Sangre por sangre. Su sangre fue dada para rescatar mi vida, y mi sangre es dada en pago de su muerte. Mi muerte por su muerte».
Su resistencia a las presiones del rey y su martirio fueron rápidamente conocidos en toda Europa, y solo tres años después el Papa Alejandro III lo elevó a los altares. En los diez años siguientes a su muerte fueron contabilizados más de 700 milagros obtenidos junto a su tumba. En cuanto al rey, en 1174 Enrique II fue obligado por el Papa a hacer penitencia pública junto a su sepulcro: pasó una noche en oración ante sus reliquias y al día siguiente se dejó azotar por los monjes de Canterbury.