26 de junio: san Josemaría Escrivá de Balaguer, el santo que propuso a los laicos hacer oración del llanto de un hijo
«La santidad no es para privilegiados», dijo el fundador del Opus Dei. Sus intuiciones las recogió el Concilio Vaticano II
Al fundador del Opus Dei se le suele llamar «el santo de lo ordinario», pero a la vista de su vida cabe preguntarse si una existencia tan excepcional no se escapa de todo lo que la mayoría de nosotros puede experimentar a lo largo de sus días. Josemaría Escrivá de Balaguer nació con el nombre José María Julián Mariano en Barbastro (Huesca), el 9 de enero de 1902. Fue el segundo de seis hermanos, de los que las tres pequeñas murieron siendo niñas. De mayor, el santo se referiría a su infancia como «aquellos blancos días de mi niñez». Quienes le conocieron de pequeño destacaron de él que era muy despierto y que recibió de buena gana la piedad cristiana que le transmitieron sus padres. Muestra de ello es la peregrinación a la ermita de Torreciudad que hicieron cuando él cayó enfermo y que obtuvo de la Virgen su salud.
Cuando Josemaría tenía 12 años, el negocio de telas de su padre se fue a la ruina. La familia entera se tuvo que trasladar a Logroño, donde el cabeza de familia había encontrado trabajo como dependiente. Allí siguió el niño con su vida habitual entre estudios y juegos, hasta que en la Navidad de 1917 la vocación le sorprendió en forma de una gran nevada. En las calles de la ciudad pudo contemplar las huellas de unos pies descalzos, los de un carmelita. «Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo?», se dijo. Con esa determinación entró en el seminario el otoño siguiente.
Recibió la ordenación sacerdotal el 28 de marzo de 1925. Comenzó a ejercer el ministerio en pueblos y luego en Zaragoza, hasta que en 1927 se trasladó a Madrid para obtener el doctorado en Derecho. Los ratos libres los dedicaba a atender a los ingresados en el Patronato de Enfermos, un hospital de las damas apostólicas, hasta que el 2 de octubre de 1928 volvió a sentir otra llamada de Dios, esta vez en el sonido de las campanas de la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles.
Estaba estudiando en su cuarto cuando recibió una inesperada visión sobrenatural por la que entendió que «la santidad no es cosa para privilegiados», pues «a todos nos llama el Señor, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio», recordaría años más tarde. «Esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad», ya que «todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo», abundaría. Ese 2 de octubre fue la fecha de la fundación del Opus Dei.
«San Josemaría supo dar un giro a la espiritualidad de los laicos», afirma José Carlos Martín de la Hoz, director de la Oficina de las Causas de los Santos de la Prelatura del Opus Dei en España. «Él transmitió que un padre o una madre de familia no pueden estar, por ejemplo, pendientes de la liturgia de las horas para alabar a Dios, sino de los lloros de un hijo que se despierta a cada rato. Los biorritmos espirituales de consagrados y laicos son distintos y lo que Dios espera de estos es que lo conviertan todo en oración. Esa es su intuición más original», añade.
Enseguida se unieron a él numerosos seglares de todas las profesiones —primero hombres y luego mujeres— atraídos por su fascinante propuesta de ser santos en la vida ordinaria. En 1933 creó una academia de estudios donde también ofrecía formación cristiana. De aquellas charlas espirituales salieron una serie de apuntes que luego recogió en Camino, uno de los mayores best sellers de su género de todos los tiempos.
La enfermedad se llevó a los primeros miembros de la Obra y la Guerra Civil dispersó a muchos por España, pero tras la contienda su crecimiento fue imparable. Primero en nuestro país y luego en el resto del mundo, hombres y mujeres del Opus Dei sembraron las semillas de una nueva forma de vivir la fe dirigida a todo el pueblo de Dios. En 1946, su fundador se trasladó a Roma para avanzar en el reconocimiento canónico de su iniciativa. Allí se doctoró en Teología por la Universidad Lateranense y trabó amistad con muchos sacerdotes y obispos que participaron en las sesiones del Concilio Vaticano II.
La muerte le sorprendió en Roma el 26 de junio de 1975, poco después de recoger en su agenda una antigua oración en latín: «Concédenos librarnos de las tristezas de la vida presente y disfrutar de las alegrías eternas». «La aparición de san Josemaría fue rompedora —afirma Martín de la Hoz—. Fue precursor de la llamada universal a la santidad que promovió el Concilio Vaticano II».