24 horas con los monjes cistercienses de la abadía de San Isidro de Dueñas: La joya de la corona - Alfa y Omega

24 horas con los monjes cistercienses de la abadía de San Isidro de Dueñas: La joya de la corona

Vivir 24 horas en el monasterio cisterciense de San Isidro de Dueñas sirve, sobre todo, para aclarar ideas. Una, que las vidas de estos hombres no se desperdician, sino que se entregan a los demás desde la oración. Otra, que, como explica el abad, «Dios tiene derecho a que haya personas que se le entreguen y se consagren de por vida a su alabanza, a darle gracias, a pedirle, a adorarle». Una tercera, que, en la Iglesia, quienes hacen efectivo ese derecho de Dios son la joya de la corona de los carismas, porque sostienen al resto con sus plegarias. Y la cuarta, que ni con todo el diccionario podemos definir lo que entre sus paredes se palpa, porque, ¿cómo se describe la presencia de Dios?

José Antonio Méndez

No es sólo porque el periodista venga del barullo de la capital, es que cualquiera que llegue con el cuentarrevoluciones de la vida moderna y aterrice en la Trapa palentina de San Isidro de Dueñas, lo hace armando el mismo barullo que si llevase cascabeles en las botas. Así que, cuando Alfa y Omega entró en la clausura de la abadía, parecía que no se había bajado del tren: ¿Así que tú eres el novicio que va a hacer de guía a los lectores?, preguntamos al monje que viene a recibirnos. Nuestras palabras retumban en el claustro como si alguien explotase un globo en mitad de la noche. La luz, a las seis de la tarde, se filtra por las vidrieras y anaranja el ocre de las paredes, con sus trampantojos de madera y sus cenefas deslustradas. De los suelos de mosaico a las bóvedas con nervaduras, todo rezuma quietud. El hermano Christian, de 30 años, nos dice que no, que él no es novicio, porque el pasado abril, después de 3 años, ha profesado los votos temporales, y que quien será nuestro cicerone, en estas 24 horas, se llama Rubén, uno de los dos novicios que actualmente viven aquí. Su tono, tres cuartas más bajo que el nuestro, y su mirada sonriente, nos dan a entender que la vida en este lugar tiene otro ritmo, otros modos.

La comunidad de 40 monjes está ahora terminando sus trabajos –en la lechería, en el jardín, en la huerta, en el taller de iconos, en la hospedería…– y se dirigen al scriptorio para la Lectio divina. Allí se zambullirán en el estudio orante de la Palabra de Dios, para ir formándose y conformándose con Cristo en el Evangelio. Nosotros nos aposentamos en una celda del noviciado, una habitación con vistas a la huerta, sin más lujo que una cama, un escritorio con su silla, un icono de la Virgen y una cruz. Con baño propio, eso sí. Todos los monjes duermen en estancias similares y, seguramente, sus ventanas de madera tampoco cierran bien, así que en invierno, cuando las nieves y el cierzo aticen este terruño palentino, las noches deben ser de aúpa.

40 historias con Dios

Un joven alto y con hábito blanco nos saluda con franca amabilidad. Es Rubén, el novicio que nos acompañará para mostrarnos cómo se vive aquí, y ayudarnos a manejar los libros de la liturgia. Nació en Burgos, hace 21 años y, sorprendiéndose incluso a sí mismo –no digamos a su familia y amigos–, entró en La Trapa, a los 19 para entregarse a Dios en una vida de oración, estudio y trabajo. Ahora, mientras forja su vocación en el silencio, explica que, antes, «llevaba una vida como la de cualquier chico de mi edad. Iba con mis amigos, estudiaba más o menos, y pensaba que era feliz. Lo que pasa es que, como no conocía la felicidad plena, que sólo da Dios, me conformaba con poco». Un día, un amigo «me dijo que le acompañase a una especie de concierto que daban unas monjas», y que resultó ser una comunidad que rezaba con la liturgia del canto coral monástico, la misma que siguen en La Trapa. «Por la música me enganchó el Señor. Me gustó muchísimo cómo cantaban y empecé a preguntarme qué era lo que rezaban. Así descubrí la Liturgia de las Horas». Poco a poco empezó a rezarla él también, buscando huecos entre las clases, levantándose de madrugada para orar, y yendo a Misa entre semana, «yo, que antes iba los domingos, y gracias». Como él, cada uno de los cistercienses que viven en esta abadía tienen una historia de amor con Dios, que ha querido para ellos lo mismo que quiso para san Rafael Arnáiz, cuyo sepulcro (y un montón de retratos) recuerda que fue aquí donde vivió su santidad.

Las campanas interrumpen el relato de Rubén: en cinco minutos empiezan las Vísperas, y los suelos de madera crujen bajo los pies de los Hermanos que se dirigen a la basílica.

Un esqueleto de oración

La vida del monasterio está vertebrada por los tiempos de oración litúrgica: Vigilias, a las 4:15 de la madrugada; Laudes y Eucaristía a las 6:30; Tercia a las 8:15; Sexta y Ángelus, a las 12:45; a las 15:10, Nona; Vísperas a las 19; y Completas, a las 20:45. Además, 15 minutos de oración personal siguen a cada rezo comunitario. De este modo, las cinco horas de trabajo, las seis de Lectio divina, incluso las siete de descanso, se convierten en una prolongación de la plegaria, se ofrecen a Dios y sirven para rumiar lo que el Espíritu siembra en la oración.

Tras las Vísperas, la comunidad va al refectorio para cenar. Las comidas son modestas –nunca hay carne, salvo un par de veces al año–, y cada cuál come cuanto quiere, aunque los hermanos son más bien austeros. De cocinar se ocupa el hermano Marcelino, de 55 años, que entró aquí hace 10 y se mueve entre los fogones del monasterio como antes lo hacía en la pastelería que regentaba. Como muchos de estos religiosos, descubrió su vocación ya de adulto. Quizá porque, como explica el padre Antonio María, el maestro de novicios, «la vida monástica se vive mejor cuando se tiene una personalidad madura. Entonces, Dios te hace disfrutar en el silencio, hace elocuente la contemplación y te hace valorar que el amor de Cristo vale más que cualquier cosa que ofrezca el mundo. Es cierto que duele más descubrir tu miseria y es más difícil trabajarte, pero si te pones ante Dios con humildad, Él te ayuda».

Entre san Rafael y el 15-M

En el refectorio, los monjes comen en silencio. Sólo se escucha al Prior, que lee, desde un púlpito, para la comunidad: en el desayuno, textos de san Rafael Arnáiz y la memoria del santo del día; en la cena, unos pasajes del libro-entrevista a Benedicto XVI, Luz del mundo; y a la hora de comer, un resumen de prensa. Sí, tal cual: Rubalcaba, Rajoy, Merkel, el 15-M y la E.coli no son extraños para los monjes. Aparentemente retirados del mundo, estos religiosos conocen la actualidad tanto o más que quienes viven fuera. Y con más profundidad, porque ellos se adentran en lo que pasa en el mundo al convertirlo en oración. Tras la cena, los asuntos de la comunidad se hablan en el Capítulo; después, rezo de Completas, silencio y a dormir. Son las 21:15, la luz aún entra por la ventana y uno busca en los recuerdos de su niñez para encontrar la última vez que se acostó tan temprano. Buscando y rebuscando, nos quedamos dormidos.

Velar por los que sufren

Un timbre rompe el silencio de la madrugada. Son las cuatro, y en 15 minutos la comunidad se reúne para rezar Vigilias. En la basílica, los hábitos litúrgicos (blancos y holgados, para cubrir los escapularios negros de los religiosos) se mueven entre las bancadas de madera del coro. La nave del templo, oscura y fría, se ilumina para la oración. Con los primeros cantos, las gargantas se templan y se encienden las almas. Dios mío, ven en mi auxilio... En un rincón de España, un grupo de hombres se despierta para velar con su oración por quienes sufren, por los que no conocen a Dios, por los que ahora duermen ajenos a sus plegarias. Señor, date prisa en socorrerme... Renuncian a ver los frutos de su entrega, porque están seguros de que Dios escucha sus súplicas y da lo que necesita a quien busca su voluntad. Gloria al Padre y al Hijo... Y todo, por amor a Cristo y a los hombres, con absoluta generosidad y confianza en Aquel que les conforta. Sosteniendo toda la vida de la Iglesia.

Tras la oración, vuelta al trabajo, a la Lectio divina, de nuevo a la oración, alternando la cogulla con el mono, el arado con la Biblia, la Eucaristía con la escudilla. Porque, como dice el padre Gonzalo, que fue abad durante 14 años, ha fundado monasterios en México, Ecuador o Uganda, y ahora se ocupa de rastrillar los yerbajos del jardín, «lo importante es hacer lo que toca en cada momento, para mayor gloria de Dios. Ahí está la felicidad».

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