24 de marzo: san Óscar Romero, el obispo que cumplió su deseo de ser «una Hostia» para la diócesis - Alfa y Omega

24 de marzo: san Óscar Romero, el obispo que cumplió su deseo de ser «una Hostia» para la diócesis

El arzobispo de San Salvador defendió la doctrina social de la Iglesia hasta dar su vida ante el altar. Lo mataron al segundo intento, de un disparo

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Óscar Romero durante una procesión en San Salvador
Óscar Romero durante una procesión en San Salvador. Foto: CNS.

«Vivimos un ambiente tan politizado, tan polarizado…», escribió el obispo de San Salvador, Óscar Romero, el 20 de marzo de 1980, solo cuatro días antes de morir asesinado de un disparo mientras celebraba la Misa. Ese fue el último apunte personal de quien hoy es considerado el santo obispo de los pobres.

Óscar Arnulfo Romero nació en Ciudad Barrios el 15 de agosto de 1917, el segundo de los ocho vástagos de un empleado de correos y un ama de casa. Cuando tenía 13 años, un joven de su tierra se ordenó sacerdote y eso despertó en él el deseo de ir por el mismo camino. Ingresó en el seminario menor y en 1937 pasó al mayor, para ser inmediatamente enviado a Roma a completar estudios, siendo ordenado sacerdote allí mismo, en abril de 1942.

Tras su ordenación volvió a su país, donde llevó una vida sencilla como párroco en uno de los templos de la provincia donde nació. En 1968 le llamaron a la capital salvadoreña para ser secretario de los obispos de El Salvador y dos años después fue nombrado obispo auxiliar de la diócesis.

En octubre de 1974 fue trasladado al este, como obispo de la diócesis de Santiago de María. Allí fue donde empezó a reconocer la gravedad de la situación social y a actuar en consecuencia. En esa zona, la dictadura militar y la oligarquía económica estaban realizando una dura represión a los campesinos. En junio del año siguiente, cinco de ellos murieron a manos de la Guardia Nacional, a lo que Romero reaccionó celebrando su funeral y escribiendo una carta privada de denuncia al presidente Arturo Armando Molina. También abrió las puertas del obispado para que los campesinos pudieran encontrar refugio en la Iglesia.

En febrero de 1977, Pablo VI le nombró arzobispo de San Salvador. En aquellos años, las calles de todo el país aparecían con pintadas y panfletos con el lema: Haga patria, mate un cura, por lo que el choque de Romero con la realidad que le rodeaba parecía inevitable. Así, tan solo unos días antes de su toma de posesión, declaró en una entrevista que «el Gobierno no debe tomar al sacerdote que se pronuncia por la justicia social como un político o un elemento subversivo, cuando este está cumpliendo su misión en la política del bien común».

Tan solo un mes después de empezar su ministerio arzobispal, su gran amigo Rutilio Grande, jesuita, fue acribillado a balazos mientras se dirigía a un pueblo a celebrar la Eucaristía. Golpeado por esta noticia, Romero canceló todas las Misas de la diócesis y convocó a una única celebración en la catedral, donde exigió a las autoridades «dilucidar este crimen» y denunció que su amigo murió porque «a la doctrina social de la Iglesia se la confunde con una doctrina política que estorba al mundo».

En la capital creó una oficina de defensa de los derechos humanos y abrió como siempre las puertas del obispado para acoger a los agricultores perseguidos en el campo. Sus homilías hacían rechinar los dientes de las autoridades, como aquella en la que pidió a los soldados desobedecer las órdenes de matar «a sus mismos hermanos, los campesinos». Así, el 9 de marzo de 1980 sufrió el primer intento de asesinato: una bomba bajo el altar de la basílica del Sagrado Corazón de Jesús que no explotó por haber sido detectada a tiempo.

Pero este in crescendo llegó a su fin el 24 de marzo, mientras celebraba Misa en la capilla del Hospital Divina Providencia. Un pistolero lo mató de un disparo cumpliendo así, literalmente y sin saberlo, el deseo que formuló por escrito Romero el día de su ordenación sacerdotal, el de ser «una Hostia para mi diócesis».

¿Una causa paralizada?

Durante años se pensó que la causa de canonización del obispo salvadoreño estuvo paralizada por Juan Pablo II, algo que desmiente Santiago Mata, autor de Monseñor Óscar Romero: pasión por la Iglesia. El arzobispo de San Salvador «habló en defensa de los desfavorecidos e incluso de los asesinados por la oligarquía económica y militar», explica, pero inmediatamente después de su muerte «la mayoría de los opositores a la dictadura se unió en un frente que propició una guerra civil entre 1981 y 1992, y pretendieron apropiarse su figura». El mismo Juan Pablo II «se empeñó en rezar ante su tumba cuando visitó El Salvador en 1983, e incluyó su nombre en la oración sobre los mártires del Jubileo del año 2000». De 1998 a 2004, la entonces Congregación para la Doctrina de la Fe estudió sus escritos «para despejar las dudas que había provocado la manipulación llevaba a cabo por los revolucionarios» y fue Benedicto XVI quien, en 2012, dio el último empujón a su causa, lo que se plasmó subiendo a los altares ya bajo el papado de Francisco.