23 de noviembre: san Columbano, el testarudo irlandés patrono de todos los moteros del mundo
Este monje fue el primero en usar la palabra «Europa». Misionero incansable, fundó monasterios y escuelas, pero él mismo siempre buscó a Dios en la soledad
«Totius Europae» (toda Europa) es la expresión que dejó por escrito san Columbano en una carta que dirigió al Papa Gregorio Magno en torno al año 600, en lo que es el primer uso conocido de esta forma de referirse al territorio europeo. Buena parte del continente lo recorrió él mismo a pie, evangelizando y fundando monasterios y escuelas en Francia, Suiza e Italia. Su vida y su misión son una muestra de cómo la génesis de Europa está unida indisolublemente a la expansión del cristianismo.
Columbano nació en Leinster (Irlanda) hacia el año 543, después de que su madre hubiera recibido revelaciones proféticas sobre el «gran genio» que llegaría a ser su hijo. Recibió la primera educación en la abadía de Cleenish, donde se especializó en el estudio de los salmos. Luego pasó a la abadía de Bangor, uno de los centros de estudio más reputados de su tiempo. En ella ahondó en las Sagradas Escrituras y completó su formación en gramática, retórica, geometría, griego y latín.
Durante su estancia en Bangor compuso la mayor parte de la poesía que ha llegado a nuestros días. Pero tantas letras no lograban saciar el alma de un hombre al que su primer biógrafo denominó «impetuoso, testarudo, entusiasta, apasionado e intrépido». Dada la naturaleza inquieta de su carácter quiso ahondar más en su vocación misionera, por lo que en el año 590 recibió de su abad el permiso para cruzar el canal de la Mancha y adentrarse a evangelizar el continente.
Junto con doce compañeros desembarcó en la Bretaña francesa, donde encontró una fe cristiana mortecina y a menudo mezclada con elementos paganos. El rey Guntram de Borgoña les concedió las ruinas de una antigua fortaleza romana, que los monjes irlandeses restauraron y convirtieron en una escuela-monasterio a la que llegaban jóvenes de toda la zona. A esta siguieron nuevas fundaciones, a las que Columbano dotó de la recta y austera regla de vida que llevaba cuando vivía en Bangor. Sin embargo, este impulso misionero no eclipsó el alma contemplativa del santo, que de vez en cuando se retiraba a cuevas a kilómetros de distancia de los monasterios para pasar varios días en soledad y oración.
Esta forma de vida a lo celta no tardó en contrastar con la manera de vivir la fe de las comunidades locales, alcanzando un notable punto de conflicto en el mismo modo de celebrar la Pascua. Los irlandeses la festejaban en una fecha distinta a la que lo hacían los francos, por lo que sus obispos conminaron a Columbano a ceder y adaptarse al modo de proceder de las Iglesias locales. Este no dio su brazo a torcer y la cuestión llegó al mismo Papa Gregorio Magno y a su sucesor, Bonifacio IV. El problema solo se disolvió cuando Columbano y sus monjes fueron expulsados del país, encaminando sus pasos a los alrededores del lago de Constanza, donde levantaron otro asentamiento.
Condenado a muerte
En este exilio forzado volvieron a aflorar las recias convicciones del santo, que en un determinado momento no dudó en afear al rey local su relación con una concubina llamada Brunilda. La mujer debía de ser de armas tomar, pues logró enfrentar al monarca, a los nobles de la corte y hasta a los obispos contra el férreo monje irlandés. Al final, Brunilda consiguió que Columbano fuera detenido y condenado a muerte.
A la espera de que se ejecutara la sentencia, el santo logró escapar y huyó de nuevo. Se fue a toda prisa y llegó hasta lo que hoy es Italia. Allí levantó otro cenobio en la ciudad de Bubbio, entre Milán y Génova, y adosado a él creció una fecunda comunidad cuya producción intelectual fue un faro en la Europa medieval. Cuando vio cerca el final de sus días en la tierra, Columbano dejó a sus hermanos para retirarse a morir a una cueva cercana, cumpliendo una vez más su deseo de encontrarse a solas con su Dios, esta vez de manera definitiva y para siempre.
Durante la Edad Media y en los siglos posteriores se le tuvo como modelo de evangelizador incansable. Por esta labor itinerante la Santa Sede le llegó a nombrar en el año 2002 patrono de los motociclistas. Pero su testimonio fue más allá, como explica Juan Carlos García, director del ministerio hispano de la Sociedad Misionera de San Columbano, una congregación inspirada en la vida del santo: «Al igual que él, cada uno de nosotros debe ser las manos y los pies de Dios en la tierra sirviendo al pobre y al migrante. Su amor por sus hermanos, a los que evangelizaba por toda Europa, es testimonio de un espíritu profético para este mundo tan dividido, necesitado del espíritu cristocéntrico que Columbano encarnó toda su vida».