Se llamaba Pedro y era zapatero remendón, un oficio hoy en desuso por arte y parte de la sociedad de consumo.
Al entrar en el noviciado de los Capuchinos cambió su nombre por el del patrón de los zapateros: San Crispín.
Su carisma más original es el de la sonrisa y el canto. En verdad apenas hizo nada más notable que cantar y reír. Como no tenía muchas letras, sus superiores lo colocaron en la cocina, la huerta y la portería; nada de sacristías ni, mucho menos, de bibliotecas: tan solo en los más humildes encargos de su convento, pero, eso sí, cantando y riendo.
Era tan de buen carácter que a algunos de sus hermanos les parecía poco monástico… su palabra discreta y oportuna, su sonrisa siempre amable y su alegría suavemente desbordante hicieron del buen Crispín un consejero exigente en la entrega y comprometedor en la más rigurosa observancia de la vida interior y el servicio al prójimo: «Fortiter in re, suaviter in modo»… O sea, tan serios por dentro para lo sustancial, como alegres por fuera para lo accidental. ¡Total, nada!
Y pensar que este santo vivió en el convento de la romana Via Veneto que posee todo un panteón de osarios convertidos en retablos, fabricados con esqueletos de los propios frailes… ¡estos del barroco glorificaban la muerte por matar la gloria!
Sonriente san Crispín, ayúdanos a despojarnos del miedo a la alegría, destierra en nosotros el opaco y grisáceo comportamiento y haz que entre los cristianos estén bien vistas las carcajadas. Toda tristeza es indigna de la Pascua eterna. Amén.