Misericordia, nombre de Dios - Alfa y Omega

Misericordia, nombre de Dios

Alfa y Omega

«Inconcebible e insondable misericordia de Dios, ¿quién te puede adorar y exaltar de modo digno? Sumo atributo de Dios omnipotente, tú eres la dulce esperanza de los pecadores»: con estas palabras de santa Faustina Kowalska, comenzó Juan Pablo II su homilía en la consagración del santuario de la Divina Misericordia, en Cracovia, el año 2002. Y añadía: «Fuera de la misericordia de Dios no existe otra fuente de esperanza para el hombre». Es bien significativo que, nada más acceder a la sede de Pedro, escribía una carta a los enfermos de Cracovia, a los que no dudaba en llamar «el sitio de la divina misericordia», el lugar teológico para el resplandor de Dios, rico en misericordia. ¡Qué profundamente lo vivió el Pontífice en su propia carne! Con sus palabras y con su vida entera, no dejó de anunciar la Misericordia -el anuncio, ¿acaso no es siempre más eficaz que la denuncia?-: he ahí el secreto de su fecundidad, hasta en las más concretísimas reformas sociales, económicas o políticas.

Benedicto XVI, el Domingo de la Divina Misericordia del año 2007, haciendo memoria del final de la existencia terrena de Juan Pablo II, dos años antes, justo en el inicio de esta fiesta que él instauró para toda la Iglesia, señaló: «En la palabra misericordia, Juan Pablo II encontraba sintetizado, y nuevamente interpretado para nuestro tiempo, todo el misterio de la Redención. Vivió bajo dos regímenes dictatoriales y, en contacto con la pobreza, la necesidad y la violencia, experimentó profundamente el poder de las tinieblas, que amenaza al mundo también en nuestro tiempo. Pero experimentó también, con la misma intensidad, la presencia de Dios, que se opone a todas estas fuerzas con su poder totalmente diverso y divino: con el poder de la misericordia. Es la misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor». Y añadió: «Al morir, entró en la luz de la misericordia divina, desde la cual, más allá de la muerte y desde Dios, ahora nos habla de un modo nuevo. Tened confianza -nos dice- en la misericordia divina: es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el Bautismo».

Ese domingo era la víspera de su 80 cumpleaños, y Benedicto XVI subrayaba: «La liturgia no debe servir para hablar del propio yo, de sí mismo; sin embargo, la vida propia puede servir para anunciar la misericordia de Dios». Así lo hizo recorriendo lo más significativo de su vida, comenzando por «la gracia de que mi nacimiento y mi renacimiento tuvieron lugar -por así decir- juntos, en el mismo día, al inicio de la Pascua. En un mismo día, nací como miembro de mi familia y de la gran familia de Dios». Como su predecesor, es bien consciente de hasta qué punto de horror llega el poder de las tinieblas, y cómo halla su límite, justamente, en la Misericordia, ¡el nombre mismo de Dios! Como su predecesor, está bien lejano de la somnolencia que parece invadir, no ya a tantos alejados de la Iglesia, sino incluso a tantos cristianos. El pasado Jueves Santo, en la Misa In Coena Domini, lo decía de este modo: «Jesús nos desea, nos espera. Y nosotros, ¿tenemos verdaderamente deseo de Él? ¿O somos, más bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente en otras cosas?» Tenía presente, sin duda, lo que explicaba, el día anterior, en la Audiencia general, al indicar que, en Getsemaní, Jesús dice a los suyos: ¡Vigilad!, pues están somnolientos. Recalca el Papa que «es un mensaje permanente para todos los tiempos, porque la somnolencia de los discípulos no era sólo el problema de aquel momento, sino que es el problema de toda la Historia: la insensibilidad del alma hacia el poder del mal. Hacia todo el mal del mundo. No queremos dejarnos turbar demasiado por estas cosas. No será tan grave, pensamos, y olvidamos. Y no es sólo la insensibilidad hacia el mal, mientras deberíamos velar para hacer el bien. Es insensibilidad hacia Dios: ésa es nuestra verdadera somnolencia».

En la Misa del Jueves, Benedicto XVI insistía en esta llamada a estar bien despiertos, recordando que somos invitados al banquete de bodas, y que «Jesús también tenía experiencia de aquellos que vendrían, sí, pero sin ir vestidos con el traje nupcial, sin alegría por su cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre». A continuación, evocaba a san Gregorio Magno, que los describe así: «Los que han sido llamados y vienen, en cierto modo tienen fe. Pero les falta el traje nupcial del amor. Quien vive la fe sin amor no está preparado para la boda y es arrojado fuera. La fe requiere el amor, de lo contrario también como fe está muerta». Este traje, que recibimos en el Bautismo, requiere, sí, la vigilancia del amor: su nombre es el mismo de Dios, ¡Misericordia!