Un reciente documento de la Comisión Teológica Internacional aborda la reciprocidad esencial entre la fe y los sacramentos, una reciprocidad que en algunos ámbitos está hoy en crisis. Los sacramentos vividos sin la fe se convierten en un ritualismo vacío, y una fe que prescinda de su carácter sacramental no sería la fe que nos han testimoniado los apóstoles. Lo primero resulta bastante claro, pero quizás no tanto lo segundo, y es en ese aspecto en el que deseo centrarme.
El documento señala que no pocos católicos se han hecho a la idea de que la sustancia de la fe radica en vivir el Evangelio a su manera, sin vínculo alguno con los sacramentos que precisamente expresan, impulsan y fortalecen la vivencia evangélica cotidiana. Generalmente entendíamos que este fenómeno respondía a lo que podemos llamar una protestantización de la fe católica. Pero lo sorprendente en este momento es que algunos manifiesten reticencia respecto a la dimensión sacramental en nombre de su supuesto catolicismo, que parece dispuesto a todo para defender algunos aspectos, aislados del conjunto católico, pero que manifiesta un desapego ácido y a veces violento hacia quienes encarnan el ministerio apostólico. Como si la Iglesia fuera suya y ellos los que definieran lo que corresponde a su verdadero ser. En esto (permítaseme la licencia) izquierda y derecha se dan la mano.
El punto original católico es la posición desarmada de Pedro frente a Jesús resucitado. Él no controla nada ni es dueño de nada, lo recibe todo como gracia, empezando por la paradoja de que sea la roca de la Iglesia uno que había demostrado tanta testarudez como debilidad. Últimamente encontramos gente muy aguerrida y dispuesta a salvar a la Iglesia de sí misma, aunque nadie les haya encargado esa ambiciosa misión. Ninguno de nosotros tiene que salvar a la Iglesia, de eso ya se encarga por fortuna su Señor. Ya es bastante que cada uno intente vivir humildemente de la Iglesia y en la Iglesia, tal como ella existe en nuestras circunstancias presentes. Y así ofreceremos nuestra modesta aportación a la reconstrucción siempre necesaria y siempre pendiente del cuerpo eclesial. Naturalmente, algunos pueden ser llamados en cada época a levantar una voz profética, como Catalina de Siena, Teresa de Jesús o Newman, pero ninguno de ellos se arrogó esa misión por su cuenta, y lo primero que aceptaron fue sufrir por esa Iglesia a la que deseaban ver brillar. Justo lo contrario de algunos salvadores de esta hora.