17 de julio: san Alejo de Roma, el joven que vivió en su casa como un mendigo
Quiso llevar una vida oculta en Dios, por lo que abandonó una situación acomodada para dormir bajo una escalera y comer las sobras de sus padres, que no reconocieron a su único hijo tras los harapos
Resulta bastante común que los pobres de este mundo reciban de sus semejantes una mirada de desprecio, en lo que el Papa Francisco ha denominado «cultura de la indiferencia». Lo que ya no es tan habitual es que haya quien sepa dar valor a esa mirada y a ese desdén como si fueran un tesoro guardado para el cielo, como hizo san Alejo de Roma.
Nacido en la capital del Imperio a finales del siglo IV, era el hijo único de unos padres acomodados y bien posicionados socialmente. Sin duda, pertenecían a alguna de las comunidades cristianas que habían florecido tras el edicto de Constantino que hizo del cristianismo la religión oficial de Roma tras la época de las persecuciones. Su padre, Eufemiano, había acordado con su mujer un cuidado especial de los pobres que entonces abundaban por las calles, hasta el punto de preparar para ellos en su casa tres mesas a las que podían acudir en cualquier momento del día a por comida. Así, peregrinos, pobres, enfermos y vagabundos se convirtieron en una presencia constante durante la infancia del pequeño Alejo.
Años más tarde, sus padres lograron para su hijo un matrimonio con una de las jóvenes más prometedoras de la casta noble romana, pero la noche de bodas pasó algo que cambió para siempre el destino de Alejo. Una versión sostiene que el joven tuvo una especial revelación de Dios que le empujó a huir de la ciudad y cambiar para siempre su vida; otra afirma que fue la misma novia la que animó al joven a dejar para siempre la vida acomodada que les esperaba. Fuera como fuese, el caso es que Alejo salió de Roma esa misma noche con destino a Oriente, sin mirar atrás, para poder encontrar un lugar donde vivir de Dios y servirle en soledad.
El joven encontró ese lugar en la ciudad de Edesa, en la lejana Siria, cuna entonces de santos eremitas como María de Edesa, Simeón y tantos otros a los que en el peculiar paisaje desértico de la zona les ofreció una cueva para retirarse en soledad y silencio. Allí dejó Alejo todo lo que le quedaba de las riquezas que trajo consigo desde Roma, y como único sustento se dedicó a pedir limosna a las puertas de las iglesias.
En muchísimas casas, sobre todo en América Latina, existe lo que se ha dado en llamar el cuarto de san Alejo, el lugar al que van a parar todos aquellos objetos que fueron queridos en un tiempo pero descartados con el paso de los años: un acertado nombre que muestra de manera gráfica cómo fue la vida del santo hombre de Dios.
Eufemiano no se resignó a la inexplicable marcha de su único hijo y mandó hasta Edesa varios criados en su busca. Un día, al entrar en una iglesia para el culto, los sirvientes dieron limosna a los pobres que se amontonaban en la puerta y depositaron algunas monedas en la mano de quien un día fue su señor, sin reconocerlo. «Te doy gracias, Señor, porque me has concedido que reciba por causa de tu nombre una limosna de mis propios siervos. Dígnate cumplir en mí la obra que has comenzado», dicen que rezó el santo. En Edesa pasó 17 años, hasta que su fama de santidad empezó a incomodarlo. Decidió entonces escapar buscando otro lugar donde poder seguir con su anonimato. Se embarcó en una nave con destino a Tarso, pero los vientos fueron contrarios y empujaron el barco hasta su país natal. Harapiento y andrajoso, resolvió entrar en Roma y llegó a pedir limosna a su propio padre. Eufemiano no pudo reconocer en ese mendigo a su hijo, quien desde entonces se dispuso a habitar en su hogar, durmiendo bajo una escalera y recibiendo tanto las sobras de la comida como el desprecio de sus criados. De esta manera pasó otros 17 años, enseñando a cuantos se le acercaban las verdades de la fe, convirtiéndose así en un improvisado catequista de adultos y niños. Si su identidad pasó desapercibida, no lo fueron ni su sabiduría ni su virtud.
Su muerte fue anunciada de modo sobrenatural desde la misma sede de Pedro. En una Misa hacia el año 404 presidida por el Papa Inocencio, los asistentes escucharon una voz que decía: «Buscad al hombre de Dios que morirá el viernes. Él orará por Roma». La ciudad sentía ya cerca la amenaza de las tribus paganas a las puertas del Imperio y necesitaba cualquier signo al que aferrarse para obtener esperanza.
Los romanos lo encontraron en ese pobre mendigo que murió bajo la escalera de su casa, entre cuyas ropas encontraron unos legajos con la verdadera historia de su vida. Ese documento fue llevado hasta las manos del Papa, quien declaró santo en ese mismo momento a quien solo quiso pasar oculto y escondido entre sus semejantes.