17 de abril: santa Catalina Tekakwitha, la india mohawk que solo quiso casarse con Jesús - Alfa y Omega

17 de abril: santa Catalina Tekakwitha, la india mohawk que solo quiso casarse con Jesús

Tan solo cuatro años bautizada le bastaron a la pequeña india Catalina Tekakwhita para subir al cielo. Patrona de indígenas y ecologistas, su singularidad atrajo a personajes tan dispares como Leonard Cohen

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
‘Santa Catalina Tekakwitha’. Centro Sagrado Corazón de Gallup, Nuevo México. Foto: CNS.

«Oh, Gran Espíritu, creador de todas las cosas, de los seres humanos, de los árboles, de la hierba, de las bayas. Ayúdanos, sé amable con nosotros. Seamos felices en la tierra. Guía a nuestros hijos a una buena vida y a una buena vejez. Danos un buen corazón para amarnos unos a otros. Oh, Gran Espíritu, sé amable con nosotros, danos tu favor». De esta manera solía rezar la pequeña Tekakwitha una de las oraciones más populares de su tribu, los mohawk.

Nació en 1656 en la aldea de Ossernenon, al sur del río Mohawk, en el actual estado de Nueva York. Tekakwitha es el nombre que le dieron sus padres, a quienes se llevó, junto a su único hermano, una epidemia de viruela cuando ella solo tenía 4 años. Por la enfermedad, su rostro se llenó de cicatrices que, según cuentan, desaparecieron de su semblante a los pocos minutos de su muerte. También perdió algo de visión, lo que podría explicar la traducción de su nombre mohawk: «La que choca contra las cosas».

Una tía suya se la llevó a vivir con ella, y la niña creció realizando las labores típicas de las mujeres de su tribu: ropa y cinturones de piel, esteras, cestas… También recolectaba frutos y bayas, y sembraba el maíz.

Cuando tenía 10 años, su aldea fue asaltada por soldados franceses, aliados de los hurones en el comercio de pieles. Los franceses quemaron sus tiendas y los campos de maíz, y la tribu tuvo que huir al bosque para escapar de ellos. Como condición para poder volver, los mohawk tuvieron que aceptar que en su aldea se instalaran misioneros jesuitas, y así fue como tuvo Tekakwitha su primer contacto con la fe católica.

Como era costumbre entre los suyos, a los 13 años sus familiares la conminaron a casarse, pero sin éxito. Con 17 ya era una urgencia, y en una cena fue obligada a preparar un plato de maíz a un joven de su tribu, un gesto que indicaba la apertura de la mujer hacia el matrimonio, pero estaba decidida: no se casaría.

Con los jesuitas aprendió el catecismo y les dijo que quería bautizarse, algo también en contra de los deseos de su familia. Finalmente, a los 20 años, en la mañana de Pascua, fue bautizada con el nombre de Catalina, en honor de la santa de Siena. «Mi decisión sobre lo que haré ha sido tomada –dijo a su catequista–. Me he consagrado enteramente a Jesús, lo he elegido por esposo, y solo Él me tomará por esposa».

Permanecer junto a su tribu era ya algo insostenible; algunos de sus parientes la acusaban incluso de brujería, por lo que se vio obligada a viajar hasta la misión jesuita de Kahnawake, al sur de Montreal, donde ya había una nutrida comunidad de conversos nativos.

«Vengo a despedirme»

Catalina trajo consigo algunas prácticas religiosas de su pueblo, como por ejemplo la penitencia. Así, tanto como para pedir algún favor al Gran Espíritu como para mostrar agradecimiento, los nativos solían perforar su piel con espinas y dormir sobre ellas, algo que también hacía la joven conversa. Al enterarse los jesuitas le dieron un simple cilicio con objeto de mitigar esta práctica. Su ímpetu era tan grande que, cuando conoció la existencia de congregaciones religiosas formadas solo por mujeres, quiso fundar una de ellas con una amiga. Al trasladar su deseo a los misioneros, las desalentaron aduciendo que eran «demasiado jóvenes en la fe».

Cómo vivió Catalina su relación con Dios es algo que ha quedado entre ella y Él, pero como muestra basta contar su costumbre de colocar pequeñas cruces de madera en sus paseos por el bosque. Uno de los sacerdotes de la misión también destacó de ella «su caridad, laboriosidad, pureza y fortaleza».

Debió de llevar una vida muy normal en Kahnawake, hasta que a la edad de 24 años su salud se deterioró, muriendo el 17 de abril de 1680. Quienes la acompañaban contaron que sus últimas palabras fueron: «Jesús, María, os amo». En las semanas posteriores a su muerte, se dice que se apareció a uno de los misioneros y a sus dos mejores amigas: «Vengo a despedirme; voy camino al cielo», les dijo. Su tumba rezaba: «La flor más hermosa que jamás haya florecido entre los pieles rojas». Al poco ya se realizaban peregrinaciones allí, y se le atribuían muchos milagros y curaciones.

Siglos después su figura sigue fascinando a católicos y no católicos de todo el mundo, y a indígenas, ecologistas y víctimas de cualquier discriminación. Esta pequeña india nos abraza a todos.

Como escribió de ella el canadiense Leonard Cohen, devoto de la santa y ante cuya estatua en la catedral de Nueva York solía depositar flores, «ella encarnó en su vida, en sus propias elecciones, muchas de las cosas complejas que todos enfrentamos. Así alcanzó una remota posibilidad humana que tiene que ver con la energía del amor. Es bueno tener entre nosotros a seres así».

Bio
  • 1656: Nace en Ossernenon, en el estado de Nueva York
  • 1660: Pierde a su familia en una epidemia de viruela
  • 1676: Recibe el Bautismo en la misión
  • 1680: Muere en Kahnawake
  • 2012: Es canonizada por Benedicto XVI