16 de enero: mártires de Marruecos, los frailes decapitados por insultar a Mahoma
La temeridad de los frailes enviados por san Francisco de Asís a predicar en tierras del islam resulta extraña en nuestros días, pero «en este encuentro, aparentemente fallido, la vida se entregó por amor»
A todos los santos hay que entenderlos en su contexto, pues la mentalidad de su tiempo y las circunstancias que atravesaron hacen que todo juicio emitido desde el presente resulte, cuando menos, apresurado. Es lo que les pasó a los santos mártires franciscanos de Marrakech: dieron su vida por Cristo escupiendo en el suelo al pronunciar el nombre de Mahoma. Fueron decapitados, pero este solo fue el primer episodio de un encuentro del que, a pesar de las diferencias y con el paso de los siglos, todavía estamos aprendiendo.
En el año 1219, después del Capítulo General de los frailes menores, san Francisco de Asís decidió enviar a la España mahometana a un grupo de religiosos para predicar. La evangelización a los sarracenos era algo que estaba fijado incluso en la propia regla de la orden, una auténtica novedad en aquel tiempo. Los enviados fueron seis: Vidal, Berardo, Pedro, Acursio, Adyuto y Otón, todos a las órdenes del primero. Se encaminaron hacia los Pirineos a pie, descalzos y sin alforja, mendigando el pan para comer y el techo donde dormir.
Cuenta el franciscano Stéphane Delavelle en su Franciscanos en Marruecos. Ocho siglos de encuentros que «partieron con un espíritu totalmente nuevo para su tiempo: sustituyeron al espíritu de la cruzada por un impulso evangelizador que iba a encontrarse con el otro, aun corriendo el riesgo del martirio».
En tierras aragonesas Vidal se puso enfermo y pidió a los demás que no le esperaran y siguieran su camino. Se despidieron entre lágrimas y los cinco hermanos llegaron a la Sevilla musulmana atravesando Portugal y vestidos de seglares. En la ciudad hispalense pasaron ocho días escondidos, pero luego se pusieron sus hábitos y salieron a la calle en dirección a la mezquita. Fueron expulsados de allí a golpes, entre el asombro y la indignación de los fieles, por lo que se dirigieron al palacio del gobernador de la ciudad. A sus preguntas respondieron: «Somos cristianos que venimos del país de los romanos. El Rey de reyes, nuestro Señor Dios, nos manda para darte la salvación y hacerte saber que debes dejar la superstición del malvado Mahoma, creer en Jesucristo y recibir el Bautismo, sin el cual no puedes salvarte».
El gobernador de Sevilla decidió entonces enviar a los cinco frailes al sultán de Marrakech para que decidiera qué hacer con ellos. Allí se alojaron en casa del infante don Pedro, hermano del rey de Portugal, quien debido a la enemistad con su hermano se encontraba en Marruecos como mercenario al servicio del sultán Miramamolín, apoyando su lucha con algunas tribus locales. Hasta en dos ocasiones se escaparon los frailes de la seguridad que les daba la custodia de don Pedro, lanzándose a las calles de Marrakech para predicar el Evangelio, hasta que al final acabaron compareciendo ante el mismo sultán. «Hemos venido a predicaros a vosotros, infieles, a quienes amamos por Dios aunque seáis nuestros enemigos, la fe y el camino de la verdad», le espetó fray Otón, para continuar: «Os decimos que Mahoma os conduce por un falso camino y por sus mentiras hacia la muerte eterna», mientras escupía por tierra al pronunciar el nombre del profeta.
El estupor y la ira de Miramamolín crecían a medida que comprobaba la temeridad de los frailes. En determinado momento del interrogatorio les propuso dinero y mujeres a cambio de su conversión al islam, pero ellos lo rechazaron: «No queremos ni mujeres ni dinero, y todo lo despreciamos por Cristo». Finalmente, el sultán mandó decapitar allí mismo a los franciscanos. Cuando se enteró de su muerte, Francisco de Asís dijo: «Ahora puedo decir con seguridad que tengo cinco frailes menores».
«Tenemos derecho a pensar que semejante búsqueda del martirio, tan próxima al suicidio, no tiene nada que ver con la fe. Además, la consideración teológica que se hace del islam está muy alejada del respeto al que nos invita el Concilio Vaticano II», explica Delavelle. Sin embargo, «todas las generaciones de franciscanos que han vivido en Marruecos nacieron de este encuentro, aparentemente fallido, pero donde la vida se entregó por amor». Su muerte nos recuerda «el necesario carácter complementario entre el diálogo y el anuncio, y cómo uno no puede sustituir al otro», pues «un diálogo de sordos no aporta nada fructífero», recuerda su biógrafo.
Por ello, lo esencial del encuentro con los musulmanes «no es la felicidad y la salvación que deseo compartir con el otro, ni la verdad que pretendo defender, sino la voluntad de Dios para el hermano que se me ha confiado, un misterio que pide silencio y oración».
Un año después del martirio de los cinco franciscanos, sus reliquias llegaron a la ciudad portuguesa de Coimbra donde impresionaron a un joven Antonio de Padua, entonces religioso en la Orden de los Canónigos Regulares de San Agustín. Él los había conocido ya cuando pasaron por Portugal, camino de Marruecos, y el regreso de sus reliquias en olor de santidad le hizo desear a él mismo el martirio.
Con decisión, se embarcó rumbo al país musulmán, pero una enfermedad y un naufragio le alejaron de su destino, recalando en las costas de Sicilia. De allí pasó a Italia y como quien no quiere la cosa se presentó en el famoso Capítulo de las esteras, donde conoció a san Francisco. Se unió así a los franciscanos y acabó convirtiéndose en uno de los grandes santos de la orden.