Al valorar las virtudes heroicas de un político, la Iglesia no se fija en el número de elecciones ganadas ni en la cantidad de obras públicas impulsadas, ni siquiera en el número de empleos creados. Se fija en la fidelidad que el futuro santo o beato mostró a Jesucristo.
Lo mismo se puede decir de Giorgio La Pira (1904-1977), a quien la Iglesia acaba de declarar venerable, allanando el camino para su beatificación. Un día de 1923, tras un breve alejamiento de la fe combinado con un coqueteo con el pensamiento marxista, el estudiante de Derecho y futuro alcalde de Florencia escribió a su confesor: «Esta mañana, la conmoción que me ha acompañado toda la vida es aún mayor, más intensa: con una progresión de amor que nunca habría previsto, la presencia del Santísimo me clava con una fuerza en una adoración que no tiene límites». Desde ese día, la principal preocupación de La Pira, terciario dominico desde 1927, fue estar a la altura de la confianza que Dios había depositado en él. Su herramienta no era otra que el Evangelio.
En los años 30, su posición de catedrático de Derecho Romano en Florencia no fue óbice para dedicar el tiempo necesario a los más necesitados. Principalmente a través de la Obra de San Procolo: La Pira los convocaba a la parroquia florentina del mismo nombre, y tras la celebración de la Eucaristía, les impartía una charla sobre doctrina o actualidad. A continuación, les daba un óbolo, que no era una limosna, sino una forma de compartir para aspirar a más.
Una vez estalló la Segunda Guerra Mundial, al igual que muchos ilustres católicos italianos, La Pira demostró que su compromiso antifascista no era de boquilla. En su caso, creó una publicación clandestina para mantener alta la moral de los católicos en la Resistencia. En 1946, fue elegido diputado democristiano en la Asamblea Constituyente y su influencia se notó en la referencia que hace la Carta Magna italiana a la dignidad del hombre. Como alcalde de Florencia, impulsó la reconstrucción de la ciudad a base de infraestructuras: el prestigio de una ciudad es vano si los que la habitan no gozan de condiciones decentes. Algunos le reprochan –no sin cierta razón– cierta ingenuidad pacifista en sus viajes a la Unión Soviética. Pero no era una táctica encaminada a obtener réditos políticos inmediatos, era una manera de aplicar el Evangelio. Es lo que acaba de sancionar la Iglesia.