El primer Podéis ir en paz - Alfa y Omega

El primer Podéis ir en paz

Todo era una novedad aquel 7 de marzo de 1965, cuando, por primera vez, un Papa celebró la Misa, no en latín, sino en italiano. Ese día entró en vigor el Decreto sobre Liturgia del Vaticano II, y Pablo VI celebró la Eucaristía en una parroquia de Roma, donde explicó que tal cambio era «un compromiso para corresponder al gran diálogo entre Dios y el hombre». 50 años después, este sábado, el Papa Francisco visitará esa misma parroquia para conmemorar aquel acontecimiento. Lo que pocos saben es que, en España, el primer Podéis ir en paz que sustituyó al Ite misa est ya se había escuchado un mes antes…

José Antonio Méndez
Pablo VI: 7-III-1965

La fecha del 7 de marzo de 1965 marcó un hito en la Historia. Aquel día entró en vigor en todo el mundo el Decreto pontificio, nacido por mandato del Concilio Vaticano II, que permitía la celebración de la Eucaristía, no en latín, sino en la lengua vernácula de cada nación. Por primera vez, Cristo se haría presente en el Santo Sacrificio del altar cuando los fieles escuchasen en su propio idioma las palabras de la consagración.

La novedad fue total y obligó a adaptar no sólo los libros litúrgicos, sino sobre todo la mentalidad de los sacerdotes y del pueblo de Dios. El propio Pablo VI visitó aquel día la parroquia romana de Todos los Santos, para celebrar él mismo en el idioma de las calles. «La norma fundamental, de ahora en adelante, es la de rezar comprendiendo el sentido de cada frase y de cada palabra, de integrarla en nuestros sentimientos personales, y de unirnos al alma de la comunidad, que va a coro con nosotros», explicó.

Para tan histórica ocasión, muchas parroquias repartieron copias con el esquema de la liturgia, para que los seglares supiesen qué tenían que responder y cuándo. Y no sólo para evitar incómodos silencios o, peor, el caos de responder mal, sino sobre todo para que los católicos disfrutasen de poder dirigirse al Padre en su lengua materna: El Señor esté con vosotros; Una palabra tuya bastará para sanarme; Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; Tomad y comed todos de Él; Demos gracias a Dios

La página de huecograbado del ABC de Sevilla con las fotos de la primera Misa en español: 10-II-1965

El maremágnum litúrgico que se avecinaba era tal que muchos obispos temieron que ni sus párrocos ni sus fieles supiesen adaptarse a un cambio abrupto, y solicitaron a Roma un tiempo para entrenarse en el nuevo ars celebrandi. Por eso, en diciembre de 1964, Pablo VI había concedido que, antes del 7 de marzo, pudiesen celebrarse «ad experimentum verdaderas celebraciones de la Misa, para instrucción y preparación del clero y de los fieles». Y esta disposición fue la que aprovechó el entonces arzobispo de Sevilla, el cardenal Bueno Monreal, para que la sede hispalense acogiese la que iba a ser la primera Misa en español de la Historia. Una celebración que no sólo iba a tener acento andaluz, sino que iba a tener lugar en un escenario harto simbólico: la Facultad de Ciencias de la Universidad de Sevilla. La Iglesia entraba en la modernidad por la puerta grande.

Novedad con acento andaluz

El 10 de febrero de 1965 –un mes antes que la Misa italiana de Pablo VI–, el Aula Magna del campus sevillano se convertía en un templo improvisado. La expectación era tanta que en el auditorio no cabía un alfiler, y estaban, entre otros, el Rector y el alcalde de Sevilla. Justo antes de la Misa, el padre Franco Velasco, sacerdote misionero, lanzó una disertación sobre la Santificación de la ciencia y de la técnica, en la que recordaba que «no hay que asustarse por los peligros de la modernidad» siempre que no se pierda el horizonte de Dios, que es quien cambia la vida y la hace sublime. Lanzaba así un guante que iba a recoger en su homilía el encargado de presidir la Eucaristía, a la sazón el entonces obispo auxiliar de Sevilla, monseñor José María Cirarda, que con el tiempo sería Vicepresidente de la Conferencia Episcopal: «Es necesario que nuestra vida eche raíces en la fe; en la vida de cada uno debemos examinar la verdad que profesamos, y examinar si vamos con esa fe por la vida, todas las horas del día». La novedad litúrgica, a fin de cuentas, sólo era una excusa para entender mejor la llamada de siempre a la conversión, a vivir una vida nueva en Cristo.