La flor del almendro
El pasado sábado, el Papa Francisco acogía a la Fraternidad de Comunión y Liberación, en el 10º aniversario de la muerte de su fundador, Don Luigi Giussani, y en el 60º del inicio de este movimiento, cuyos miembros abarrotaban la Plaza de San Pedro. El Santo Padre los alentó a ser fieles al «carisma originario, que no ha perdido su frescura y vitalidad». Así lo ha vivido, y nos lo cuenta, Guadalupe Arbona, profesora de Literatura de la UCM
No había despuntado el alba del sábado 7 de marzo, cuando de Barajas despegaban varios aviones cargados de españoles que iban a pasar el día en Roma. Otros volaban desde otros puntos de la geografía española: Barcelona, Valencia, Canarias, Granada, Castellón… ¡Extraña excursión! Puede parecer derroche el viajar para una sola jornada y, en efecto, en muchos casos era un sacrificio considerable. El viaje podría describirse en términos parecidos a los que emprende un amante cuando persigue al amor de su vida. Cuando es así, no se escatima. Fuimos con la certeza de que sería ocasión de renovar aquel encuentro –con un hombre, con una mujer, con un grupo de amigos– que cada uno lleva en su historia. El encuentro en el que descubrimos una vibración humana que nos pareció envidiable, y así comenzó nuestro decirnos cristianos. En ese momento concreto y definido de la vida de cada uno de los que viajábamos a Roma, había entrado una Presencia humana que queríamos seguir. No fue diferente a lo que nos ha llevado a Roma el 7 de marzo. A principios de febrero de este año, cada uno de los miembros de la Fraternidad de Comunión y Liberación recibíamos una carta de Julián Carrón, sacerdote de la diócesis de Madrid, y actual Presidente de la Fraternidad, en la que nos invitaba a ir a Roma a la audiencia con el Papa Francisco con motivo del décimo aniversario de la muerte de don Giussani. Y a hacerlo –nos pedía– con la «sencillez para reconocer que la vida de cada uno depende del vínculo con un hombre en el que Cristo testimonia su perenne verdad en el hoy». Es decir, viajábamos para «aprender del Papa Francisco cómo ser cristianos en un mundo en tan rápida transformación».
La llegada a la Plaza fue algo accidentada, íbamos justos de tiempo. Muchos esperaban desde las 7 de la mañana. La Plaza llena, éramos más de 80.000. Para acceder a la zona internacional había que pasar varios controles de la gendarmería, la guardia suiza y el servicio de orden. Hasta que encontramos nuestro sitio: al lado de un matrimonio brasileño que trabaja en una escuela agraria en el Amazonas, detrás de un profesor de una High School en Nueva York, cerca de un italiano informático, no lejos de una madre de familia filipina, a media distancia de una pareja con rasgos japoneses, y a media distancia de dos jóvenes suizos que hablaban en alemán… La unidad se impuso: se podía ver que el cristianismo responde al corazón del hombre en el país, cultura, sociedad o situación en la que cada uno se encuentra. Todos veníamos a renovar un acontecimiento: rezábamos y cantábamos con la misma intensidad. Se hacía verdad una frase que don Giussani pronunció en esa misma Plaza delante de Juan Pablo II: «El protagonista de la Historia es el mendigo. Cristo mendigo del corazón del hombre, el hombre mendigo del corazón de Cristo». Corría entonces el mes de mayo de 1998 y muchos de nosotros reconocemos en esta frase la dulzura y la compañía que hace de la vida algo amable e intenso.
El centro es sólo uno, ¡Jesucristo!
Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos, pero ese tiempo queda grabado en la retina, porque las palabras y gestos del Papa fueron libres y sobreabundantes. Respondían con creces a nuestra espera. Francisco nos puso delante el encuentro con Jesús –con una Persona, no con una idea– como centro de la experiencia cristiana, así había sido para don Giussani y en el mismo Papa se había renovado leyendo los textos del fundador de Comunión y Liberación. Además, casi como confidencia hecha a todos, nos contó el recuerdo de que, cada vez que venía a Roma, se iba a la iglesia de San Luigi dei Francesi, donde está el Caravaggio que muestra la conversión de Mateo para ensimismarse con esa escena, la de un hombre que, sabiéndose indigno, se siente elegido y mirado con misericordia por Jesús. A esta última palabra, dedicó las frases más hermosas, por carnales y verdaderas. Comparó la misericordia con la flor del almendro, ese árbol que florece antes que ninguno para anunciar la primavera. Del mismo modo, la misericordia nos primerea ofreciendo su abrazo misericordioso: «Sólo quien ha sido acariciado por la ternura de la misericordia, conoce verdaderamente al Señor. El lugar privilegiado del encuentro es la caricia de la misericordia de Jesucristo hacia mi pecado. (…) La moral cristiana no es el esfuerzo titánico, voluntarista, de quien decide ser coherente y lo logra, un tipo de desafío solitario ante el mundo. No. Esta no es la moral cristiana, es otra cosa. La moral cristiana es respuesta, es la respuesta conmovida ante una misericordia sorprendente, imprevisible, inclusive injusta, según los criterios humanos, de Uno que me conoce, que conoce mis traiciones y me quiere lo mismo, me estima, me abraza, me vuelve a llamar, espera en mí, espera algo de mí. La moral cristiana no es no caer nunca, sino levantarse siempre, gracias a su mano que nos toma».
El Papa Francisco nos invitó a ser esta flor de almendro, esta primavera para el resto de la Humanidad. Nos lanzó, siendo fieles al origen del carisma, a ir a las periferias, al encuentro de los hombres que viven a nuestro lado, o que vienen de lejos. Como también nos pidió, y para nuestra sorpresa fue enormemente concreto, que saliésemos de nosotros y no nos escudásemos en una etiqueta, que no petrificásemos el carisma o lo convirtiésemos en cenizas muertas, sino que volviésemos a su centro: Jesús.
La audiencia terminó con los saludos del Papa a una serie de presos italianos que han encontrado en la cárcel la experiencia del movimiento. Vimos ante los ojos el abrazo de un Hombre lleno de misericordia. Se hacía posible el 7 de marzo el Acontecimiento único que ha atravesado los siglos y nos volvía a alcanzar, «haciéndonos experimentar la belleza y la alegría de ser cristianos».
Guadalupe Arbona Abascal