Sin miedo
El cálido y confortador perfume espiritual de aquella mañana romana pervive, y perdurará en mi corazón mientras Dios me de vida: todos los que hacíamos el semanario de la archidiócesis de Madrid estábamos, en el Aula Nervi del Vaticano, con nuestro arzobispo, el cardenal Rouco Varela, y gracias a su permanente y afectuosa solicitud pastoral, rodeando al Santo Padre Juan Pablo II, que había querido recibirnos para celebrar con él los primeros diez años de Alfa y Omega. Fue, sin duda, el momento culminante en la pequeña gran historia de este semanario. A pesar de las mil vueltas y revueltas que le había dado a lo que, como director del semanario, iba a decirle al Papa, no acertaba yo, profundamente conmovido, a otra cosa que a darle las gracias por la contagiosa fuerza de su vida. De repente apretó fuertemente mis manos entre las suyas y clavando su inolvidable mirada en las nuestras, nos repitió aquellas fascinantes primeras palabras de su pontificado: «No tengáis miedo». E insistió, recalcando cada sílaba: «Senza paura…» Sin miedo…
Cuando, hoy, Alfa y Omega, tras los cuarenta inolvidables números fundacionales de su primera etapa, alcanza los primeros mil números de la segunda –muchos lo soñábamos, pero quién nos lo iba a decir entonces– ninguna palabra ni deseo alguno puede superar aquel «No tengáis miedo» de san Juan Pablo. Ni cabe reconocimiento más alto y gratificante, ni es posible un deseo mejor, ni una motivación y un acicate mayores. Por todo ello, es ahora, ante todo y sobre todo, antes de pedir excusas a tantos fidelísimos lectores por nuestras posibles deficiencias, el momento de dar las gracias a Dios, a quien es Principio y Fin, Alfa y Omega.
En el comentario editorial del primero de estos mil números, Alfa y Omega proclamaba su compromiso y su deseo de ser un servicio a la Iglesia, pero también al hombre y a la sociedad de nuestro tiempo. Si entonces podía escribir, con toda razón: «Vivimos en un mundo confuso y desorientado, que casi no distingue entre la verdad y la mentira, entre el bien y el mal, y que busca ansiosamente razones para la esperanza y para la vida», hoy, más de veinte años después, aquellas palabras son una todavía más insuperable definición de la realidad actual, y cuando se ha globalizado no ya el miedo, sino el pánico a la verdad, si no existiera Alfa y Omega habría que volver a inventarlo. De manera muy especial, en una sociedad tan cutremente crispada como la española, cultural y educativamente desvalida y desasistida, y por tanto, moralmente al pairo y al albur de todas las miserables dictaduras del relativismo, se hace no ya necesaria sino imprescindible una voz serena, equilibrada, sensata que, desde el esplendor de la Verdad, –«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»– llame e invite al encuentro y no al desencuentro, al sentido común, a la convivencia, y enseñe cómo, desde la esperanza que no defrauda, es posible lograrlo.
La apasionante tarea del más difícil todavía no puede ser, en modo alguno, ni una excusa ni un subterfugio, porque es una exigencia profesional y moral insoslayable, desde la lealtad y la fidelidad a la propia identidad, al propio código genético, a las propias raíces, y desde la ardua pero gozosa convicción de que un auténtico periodista es un profesional de la verdad, y de que, como nos enseñó Benedicto XVI, «la caridad consiste en decir siempre la verdad, cueste lo que cueste». Evangélicamente: a tiempo y a destiempo. Sin fisuras ni rebajas. Sin miedo.
Miguel Ángel Velasco.
Exdirector de Alfa y Omega