Con sorprendente fragilidad de espíritu, tantas veces revestida de amor y tolerancia, son muchos los católicos que confunden el necesario diálogo ecuménico con el abandono de la crítica justa a los seguidores de Lutero, responsables de la quiebra de la unidad de los cristianos en los tiempos iniciales de la Edad Moderna. Es posible que en el tono de aquella condena existiera escasa caridad y compasión. Es más probable aún que el trato dado a los disidentes por el poder civil, justificado por la Iglesia, tuviera elementos de crueldad, de agresión violenta a la dignidad de las criaturas de Dios, que con nuestros criterios de hoy merezcan el más enérgico de los repudios.
Sin embargo, la sustancia de la crítica a Lutero, la base teológica de su condena, la denuncia de lo que, a ojos de los católicos, eran quiebras irreparables de los vínculos entre el hombre y el proyecto divino de la Creación, continúan siendo válidas. Eso no supone que protestantes y católicos estemos condenados a no dirigirnos más que palabras de amarga exclusión. Pero la existencia del diálogo supone el respeto a la identidad de cada uno, indispensablemente forjada en el contraste de posiciones. Y por supuesto nuestras diferencias con los luteranos no las debemos considerar ahora irrelevantes, sobre todo en lo que respecta al argumento de aquella penosa y trágica ruptura. Conviene insistir en ello, porque da la impresión de que los católicos hemos asumido una visión falaz del pasado, nacida interesadamente en medios protestantes e incluso en espacios de no creyentes. A tenor de ella, las virtudes modernas, emancipadoras, respetuosas con la razón, estarían del lado protestante mientras que los vicios anacrónicos, el oscurantismo servil y los atentados a la libertad individual constituirían la sustancia del catolicismo.
Los católicos han acabado por aceptar, con más cobardía teórica que tolerancia, con más ignorancia que generosidad, la imagen de la Contrarreforma, del Concilio de Trento y de la defensa de los valores fundacionales del cristianismo por la Iglesia, con la que el luteranismo y otras corrientes protestantes pretenden explicar la historia cultural de Occidente. De ahí que nuestros jóvenes tengan una idea equivocada de aquel conflicto, así como de la capacidad del hombre para decidir su destino, ordenar su conducta en la tierra y definir la calidad de su existencia libre y responsable.
Buen ejemplo de este problema es el silencio culpable con el que se han acogido distintos elogios a Lutero procedentes del ámbito de la Iglesia, y la falta de respuesta de los intelectuales católicos a algunas afirmaciones irrespetuosas con nuestra tradición. La señora Merkel, hija de un pastor luterano, defendió con legítimo entusiasmo la fe en la que fue educada, considerando que, gracias a Lutero, el cristiano pudo disponer de una existencia madura y responsable. Que una líder mundial exprese de este modo su elogio al teólogo que inspira su fe, parece irreprochable. No lo es, sin embargo, que ningún católico haya respondido con lo que no es insulto a ninguna actitud, sino pura reivindicación de nuestra creencia.
Hombres responsables y maduros
El cristianismo trató de formar hombres responsables y maduros desde el momento mismo en que Jesús proclamó su doctrina. Fue Cristo quien desvió el curso fatal de las aguas deshumanizadas de la historia afirmando la condición libre, universal, igual y trascendente del hombre. Fueron los teólogos cristianos los que no dejaron de profundizar en esta Verdad, que daba pleno sentido a nuestra existencia terrena. Ni san Agustín, ni santo Tomás de Aquino ni Erasmo fueron personas inmaduras e irresponsables. Ninguno de los que prefirió ordenar su relación con Dios de acuerdo con el Concilio de Trento careció tampoco de madurez y responsabilidad.
Por el contrario, tales hombres empeñaron su trabajo en la defensa de la libertad sustancial del hombre que no es limitación de la libertad de Dios, ni algo ajeno a su voluntad. No es un accidente pecaminoso fruto de nuestra imperfección. La libertad del hombre es la plenitud del proyecto de Dios. Es el vínculo que nos une a la eternidad. Es la metáfora existencial de nuestra relación con el universo cuyas dimensiones colosales habitan en el corazón infinito de Dios. Los católicos defendieron, frente al pesimismo atormentado de Lutero, que el hombre era un ser capaz de condenarse y salvarse con la ayuda de Dios y a través de sus actos. El hombre ha de construir su propio destino y relacionarse con Dios con alegría, con rendición de cuentas de sus obras, sin refugiarse en una servil mística individual, sino expandiendo en su vivencia comunitaria las exigencias de un orden moral.
Esa es la madurez y la responsabilidad que Trento y la Contrarreforma rescataron del miedo, del pesimismo, de la escisión entre la fe individual y la constante prueba de una vida sometida a los imperativos éticos de la Ciudad Terrenal. De Trento brotó la vinculación renovada de la tradición católica y el cristianismo fundacional de Jesús. De Trento partió una forma de vivir nuestra fe como afirmación, exigente y amorosa, de nuestra libertad. Porque nos jugamos, de uno en uno, nuestra salvación. Porque nos jugamos, entre todos, la supervivencia del mensaje del buen Jesús en esta tierra.