A partir del 30 de noviembre, y a lo largo de dos semanas, tendrá lugar en París la vigésimo primera Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático, más conocida como COP 21. El desafío es enorme y las expectativas también, ya que se espera llegar por primera vez a un acuerdo universal y vinculante para frenar el cambio climático, afrontar juntos sus consecuencias, y poner los cimientos para una transición razonable y justa hacia otro modelo de desarrollo. Y la preocupación sobre la posibilidad de un nuevo fracaso en las negociaciones también está allí, y no sin fundamento. Los científicos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) afirman con rotundidad que el calentamiento global «es inequívoco», y que la emisión de gases de efecto invernadero está vinculada a la actividad humana y al uso de combustibles fósiles. Para evitar un aumento medio global de la temperatura superior a 2ºC es necesario reducir drásticamente nuestras emisiones, hasta llegar a fin de siglo a una sociedad con emisiones cero. Sin embargo, lo que tenemos puesto sobre la mesa de negociación a escasos días de la COP21 es un texto largo, engorroso, complicado y lleno de paréntesis… y unos compromisos voluntarios de reducción de emisiones de la mayoría de los países cuyo esfuerzo conjunto es claramente insuficiente para reducir las emisiones en la cantidad y al ritmo que necesitamos. Algunos plantean con cierto alarmismo que la COP 21 es «nuestra última oportunidad» para salvar el planeta. Yo no lo creo. El planeta no se salva en dos semanas ni en una reunión de las Naciones Unidas, por relevante que sea. Pero es verdad que la COP 21 es un momento clave en el que confluyen diferentes procesos que nos empujan a actuar ya, con ambición, urgencia y rotundidad.
Han pasado veinte años desde la primera COP en 1995, tres años después de que la Cumbre de la Tierra identificara el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y los procesos de desertificación como las tres amenazas ambientales más relevantes. En todos estos años, salvo el mediocre protocolo de Kyoto, los estados no han conseguido llegar a un acuerdo global y ambicioso, que responda a la verdadera dimensión del problema. Al menos ahora ya nadie discute la realidad del calentamiento global, ni su relación con el uso de combustibles fósiles. Al contrario, esta vez llegamos a París con la clara consciencia de que caminar hacia un modelo de desarrollo con emisiones cero, descarbonizado, es un imperativo de la realidad. La cuestión ya no es la dirección hacia la que caminar, sino el ritmo, los recursos y la manera, de modo que la transición sea justa e incluyente.
A su vez, la COP 21 se inscribe dentro de un proceso global en el que los líderes mundiales han reconocido que los grandes desafíos de la humanidad en el siglo XXI tienen tres nombres propios: pobreza, desigualdad e insostenibilidad de nuestro modelo de desarrollo. Para responder a estos desafíos, la comunidad internacional aprobó recientemente en Nueva York la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Una hoja de ruta para los próximos 15 años, en los que a través de 17 objetivos se espera encaminar a la humanidad hacia una sociedad más justa, solidaria y sostenible. En un mundo globalizado, luchar contra las pobrezas y las desigualdades solo es posible si al mismo tiempo cuidamos nuestro entorno, nuestros recursos y nuestro medio ambiente. El desafío se llama «desarrollo sostenible», y afrontar el cambio climático forma parte de la hoja de ruta, tal como queda expresado en el objetivo 13 de la Agenda.
El cambio climático ha dejado de ser un problema estrictamente ambiental para convertirse en un problema económico, y sobre todo social. Cuando las organizaciones de la sociedad civil hablamos de injusticia climática eso es lo que queremos expresar: que el calentamiento afecta más a las personas más pobres y vulnerables. Que son las que menos responsabilidad tienen, porque sus emisiones son insignificantes. Y son quienes menos recursos tienen para adaptarse a las nuevas circunstancias creadas por el cambio climático. Acordar una transición justa que proteja la vida de los más vulnerables es condición sine qua non para un acuerdo razonable.
¿Qué esperamos entonces de París? Un acuerdo justo, ambicioso y jurídicamente vinculante. Capaz de frenar el proceso de calentamiento global, de facilitar el tránsito hacia un desarrollo sostenible, y de hacerlo tomando en cuenta a los más pobres y vulnerables. Conseguir esto requiere un profundo cambio cultural. Como dice el Papa Francisco en su encíclica ambiental: «La cultura ecológica no se puede reducir a una serie de respuestas urgentes y parciales a los problemas que van apareciendo… Debería ser una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad que conformen una resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático».
París, todos estamos contigo.