No es el título de una película de espías. Es el encargo que ha recibido del Papa el sacerdote madrileño Alberto Ortega Martín, que este sábado ha recibido la consagración episcopal de manos del cardenal secretario de Estado, Pietro Parolin. A sus 52 años, Alberto Ortega es el nuevo nuncio en Jordania e Irak. En pocos días se mudará a la nunciatura apostólica en Amman, ciudad más segura que la otra, Bagdad, que reclamará su presencia y sus desvelos. Es cierto que monseñor Ortega se ha preparado a fondo para esta tarea con largos años de servicio en la sección segunda de la Secretaría de Estado y numerosos viajes a la región. Puedo decirlo, también, porque conozco personalmente su minuciosidad y rigor en el estudio de la Teología y del Derecho, más aún, porque soy testigo de su amor sencillo y apasionado a la realidad de la Iglesia, tal como es, sin quejarse nunca de las manchas y arrugas de su cuerpo. Y sin embargo, me comentaba un cura que ha sido compañero suyo de estudios en el seminario de Madrid, la desproporción es tan evidente que causaría congoja, si no fuese por lo que el propio nuncio ha elegido como lema episcopal: Te basta mi gracia.
Es una cita de san Pablo que hemos oído mil veces, pero estoy seguro de que en Bagdad, en el Kurdistán iraquí, o en los campamentos de refugiados en Jordania suena con otra fuerza y con otra provocación. El cardenal Parolin, que conoce a fondo la trayectoria de Alberto Ortega en el servicio diplomático, no se anduvo por las ramas, al encargarle que haga percibir a los cristianos de ambos países que «precisamente porque experimentan la densidad de la cruz, ellos están en el corazón de la Iglesia, del Papa y de la Santa Sede». Curiosamente el Evangelio de este domingo narraba el diálogo de Jesús con el joven rico, que no se decidió a seguir al Maestro por su apego a los bienes de la tierra. Los cristianos de Irak son la otra cara de la moneda, son el testimonio viviente de aquellos que por seguir al Señor no han dudado en dejarlo todo.
A buen seguro que monseñor Ortega tiene sobre su mesa dosieres sobre los conflictos en la región que harían las delicias de algún periodista como yo, y que seguramente también nos quitarían el sueño. Pero sobre todo tiene en sus ojos los rostros curtidos de tantos hombres, mujeres y niños de aquellos países, rostros en los que el dolor no ha podido borrar una certeza última de victoria. Feliz misión don Alberto, con la protección de María.