Escribo aún bajo la impresión –mejor diría conmoción– que me ha supuesto la lectura de este libro palpitante. La cabeza de Tomás Moro y otros poemas católicos (editorial Renacimiento) es la obra póstuma del poeta Mario Míguez, fallecido prematuramente el año pasado. Quizá por ese carácter póstumo, o por el propio contenido de los versos, podría decirse de esta obra que es una suerte de testamento espiritual.
Lo cierto es que pocos poetas podrán dejar un testamento tan cumplido: a este libro no le falta, ni le sobra, una coma. Ya el trabajo del editor parece querer reverenciar afán tan logrado, con todos los elementos que ha tenido a mano: cubierta, papel, tipografía… hasta el respeto por el título, sin duda difícil pues, como señala José Mateos en su prólogo, adjetivar hoy unos poemas como «católicos» contiene una buena dosis de provocación.
No sabría decir cuál de los cinco poemas de este libro es mejor. Con solo cinco poemas (o nada menos que con cinco poemas) esta obra encierra más sabiduría que otras de cientos de páginas. Estos cinco poemas son las cinco joyas de una corona, y el misterio que la envuelve no nos impide reconocer que estamos hechos para mirarla.
El primer poema –que da título al libro– comienza como un monólogo. Meg, la hija querida de Tomás Moro («hija fiel en la carne y el espíritu / la delicia de Moro en esta vida»), camina por las calles de Londres abrazada a la cabeza de su padre, que ha podido conseguir tras su martirio. El lector siente, estremecido, que no es Míguez al que lee, sino que es la verdadera voz de Meg la que escucha: «Y qué recio, Dios mío, es el dolor / que causan sin querer los que son buenos…». Lo que parece un monólogo rompe pronto en oración, un grito a Dios en medio del dolor que encuentra respuesta: el lector contempla, maravillado, como Meg deja de estar sola, por la comunión de los santos, respuesta a su plegaria.
El segundo es el emocionante relato de un sucedido de Juan de Dios, loco en Granada. La intensidad narrativa alcanza cotas insospechadas en la poesía actual. No diré más que he corrido a comprar la biografía que le dedicó Javierre. El tercer poema es para Edith Stein. En paralelo con Ruth, la moabita, y con Teresa, la grande.
El cuarto es una oración emocionante, «Plegaria por mis sueños», más aún si entendemos el sueño como antesala de la muerte, al modo clásico. Y al despertar, la culminación: «Al alba junto al mar». Cada uno de estos cinco poemas es una joya. El que lo probó lo sabe.
Mario Míguez
Renacimiento