El 91 cumpleaños de Benedicto XVI ha llegado en un momento áspero y convulso de la vida eclesial. Es, por otra parte, uno de tantos en su larga historia, que como decía genialmente Newman, ha tenido que pasar «a través de difíciles estrechos y aguas poco profundas, con rocas ocultas, sin boyas ni faros y con muy pocos medios humanos».
Hace pocos días se hizo pública la carta que el Papa Francisco ha enviado a los obispos de Chile tras estudiar el informe redactado por su enviado al país andino, el arzobispo de La Valetta, Charles Scicluna, que ha recogido numerosos testimonios de víctimas de abusos sexuales perpetrados por algunos sacerdotes, y ha mostrado hasta qué punto estos hechos traban, dividen y hieren a la Iglesia chilena todavía. Todo el mundo ha subrayado, con razón, el amplio reconocimiento que hace el Papa de sus errores a la hora de valorar esta situación, y la consiguiente petición de perdón, sin excusas ni medias tintas.
Me ha llamado especialmente la atención la perspectiva del vaticanista Andrea Tornielli, que señala agudamente que esta carta de Francisco parece impregnada de la misma conciencia «penitencial» que caracterizó el enfoque de Benedicto XVI al afrontar el problema de los abusos. Y añade que en aquella circunstancia, el Papa Ratzinger «propuso el rostro de una Iglesia que se humillaba pidiendo perdón y haciendo penitencia, porque el ataque más grave en contra de ella no provenía del exterior, de grupos anticlericales y anticatólicos, sino del pecado en su interior». Añade con razón Tornielli que entonces hubo muchos supuestos «ratzingerianos» que se mostraron desilusionados por este enfoque. También Francisco, al que tantos han querido interpretar como el arrollador timonel (el superhéroe) de una reforma que haría imposible que la Iglesia tuviese que afrontar en el futuro la vergüenza por los pecados de sus hijos, ha querido recordar a los obispos que no existen «seguridades» (institucionales o reglamentarias) sobre las que cimentar la esperanza, sino «lo único que el Señor nos ofrece experimentar cada día: la alegría, la paz el perdón de nuestros pecados y la acción de Su gracia».
Precisamente en estas semanas se ha podido vislumbrar en diversos ambientes mediáticos y pastorales lo que otro avezado vaticanista, Gianni Valente, ha descrito con brillantes como «la carga de los desilusionados», que antes cantaban la «revolución» de Francisco y ahora elaboran balances oscuros y llenos de escepticismo porque las reformas no se ajustan a los parámetros que ellos habían decidido previamente. Pero esta reflexión, que acomuna misteriosamente a ambos pontificados, sin negar las evidentes diferencias de temperamento entre ambos, llega precisamente en el momento en que un anciano Joseph Ratzinger celebra, en la intimidad y entre amigos, su 91 cumpleaños. El tiempo transcurrido nos ha permitido entender mucho mejor el realismo, la humildad y la sabiduría de su decisión de renunciar al ministerio petrino, que algunos (especialmente entre muchos supuestamente afectos) vieron entonces como un terremoto.
Francisco dijo una vez que la presencia de su predecesor en el convento Mater Ecclesiae le guarda las espaldas, y creo que la imagen es bastante más que una frase cariñosa o una muestra de benevolencia. En su última Audiencia general, Benedicto XVI quiso recordar sus ocho años de pontificado como un trecho del camino de la Iglesia que había tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos difíciles; como le pasó a Pedro con los apóstoles en el lago de Galilea, hubo días de sol y de brisa suave, pero también momentos en los que las aguas se agitaban, como en toda la historia de la Iglesia… y el Señor parecía dormir. ¿Habrá pensado eso mismo Francisco? ¿No hemos vuelto a pensarlo nosotros también? Aquel día de despedida, el Papa que ya miraba el último tramo de su peregrinación en esta tierra nos quiso decir que a pesar de las apariencias, el Señor jamás deja que su barca se hunda; es Él quien la conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido. Es lo que nos sigue diciendo hoy con el testimonio de su desprendimiento, con sus exiguas fuerzas, con su mirada, tan penetrante y dulce, y con el servicio tenaz de su oración que nos guarda las espaldas.