Hace pocos días, mientras participaba en la transmisión del Encuentro Interreligioso por la Paz que transmitía Trece televisión desde la capital de Bangladés, se me hizo claro algo que, de hecho, ya sabía, pero que necesitaba ver, tocar y entender una vez más. Contemplando al Papa Francisco rodeado por los líderes de las comunidades musulmanas, hinduistas, budistas y cristianas, y escuchando el testimonio de algunos misioneros, comprendí el punto explicativo, la raíz de lo que estaba sucediendo: que el cristianismo ha introducido en el mundo un factor radicalmente nuevo. Es algo que no podemos dar por descontado, incluso si teóricamente lo sabemos. Porque cualquier otro intento de explicación resulta parcial e insuficiente.
Mientras se sucedían las intervenciones de los distintos líderes religiosos (cuya presencia allí, en torno al Sucesor del apóstol Pedro, es ya un acontecimiento impresionante que plantea una verdadera revolución en el cuadro dramático de violencia e intolerancia que domina toda la región, desde Pakistán a Myanmar, pasando por la India) pudimos contactar con el hermano marista Eugenio Sanz, responsable de la escuela que esta congregación ha puesto en marcha para que los hijos de los trabajadores de las plantaciones de té, en el noreste de Bangladés, puedan liberarse del ciclo de esclavitud en el que se hallan inmersos desde hace cuatro generaciones.
Allí los maristas se han liado la manta a la cabeza (la frase es literal del hermano Eugenio) para sacar adelante una obra que supera con mucho su capacidad económica, su influencia y sus fuerzas. No digo que se hayan tirado a la piscina, porque al escucharle uno se daba cuenta del profundo realismo cristiano que les mueve, del conocimiento del terreno y de sus protagonistas. Nos habló de la tremenda injusticia que padecen los trabajadores, aislados en un contexto étnico y cultural que les extraño; de la pasividad de las autoridades, que dejan hacer pero no ayudan; y de la hostilidad latente de los señores de las plantaciones, que desearían perpetuar una situación ahora amenazada por la educación que ofrece la escuela.
«Hemos ido allí donde nadie quería ir», nos dijo Eugenio con un punto de ironía que nada tiene que ver con cierto aventurerismo tan de moda. El cristianismo es eso, amor absoluto por el hombre concreto, un amor arriesgado y gratuito que es sencillamente imposible para nuestras propias fuerzas. Un amor que sólo podía introducir en la historia Otro más grande, viene bien recordarlo en el estrenado Adviento. Por cierto, en el territorio de la diócesis de Sylhet, donde se enclava la escuela, viven 16.000 católicos en medio de 10 millones de habitantes, y la novedad la han introducido estos religiosos movidos por la misma pasión que Jesús suscitó entre los suyos hace más de dos mil años. Cuando le preguntamos a Eugenio por el futuro de la Escuela escuchamos una risa franca y libre, la del que sabe que está en manos de Dios, lo cual no le dispensa de desplegar su inteligencia y su astucia.
Concluimos esa entrevista justo a tiempo para contemplar el impresionante encuentro del Papa con un grupo de refugiados rohinyás, cuyas historias de dolor escuchó Francisco una por una, estrechando sus manos y con lágrimas apenas contenidas. Al final les pidió perdón en nombre de cuantos les han hecho tanto daño… y les dijo que todos hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, y por eso «la presencia de Dios hoy también se llama Rohinyá». Tuvo que venir el Papa para que ellos pudieran escuchar algo así. Francisco ha vuelto a Roma, claro, pero sus gestos y palabras permanecen vivos en el testimonio cotidiano de las pequeñas pero valientes comunidades católicas de Bangladés y Myanmar.
Al final de este viaje yo entiendo mejor aquellas palabras de Jesús: «vosotros sois la luz del mundo, vosotros sois la sal de la tierra». Y eso permanece aunque los cristianos seamos torpes, lentos y duros, y aunque no pocas veces traicionemos. Ese es el punto explicativo al que me refería al principio.