Tarde o temprano sucederá. Quizás no ahora, bajo la presión del desafío secesionista, pero el melón de la reforma constitucional terminará por abrirse, incluso si no existe un diagnóstico claro sobre los problemas actuales y sobre el nuevo pacto de convivencia que ofrezca a los españoles un nuevo periodo de seguridad y libertad. Como ha dicho reiteradamente el cardenal Blázquez, la Constitución del 78 ha ordenado y custodiado el devenir de nuestra sociedad a través de años de cambios complejos; pero como también reconocía el Presidente de la CEE, la Carta Magna no es una palabra inmutable, y a la vista del panorama político-cultural no sería extraño que se abra un proceso de reforma, aunque muchos veamos en ello más riesgos que ventajas. Conviene estar avisados, y si llega el caso, ayudar a construir lo mejor posible.
En aquel gran pacto de reconciliación nacional, que se plasmó en el 78, la Iglesia Católica jugó un papel importante, no tanto en la formulación de los diferentes artículos (aunque también hubo en eso aportaciones significativas) sino en cuanto a los grandes valores compartidos y a la disposición de ánimo para alcanzar el acuerdo. Reconozcamos que en todo esto el papel que puede jugar la Iglesia en el futuro habrá ido a menos.
El proceso de secularización ha sido rápido y profundo (en realidad ya había comenzado en los 70, pero ahora lo vemos plenamente desplegado) y aquella base antropológica, cultural y moral, de la que la Iglesia era un referente reconocido por todos (incluso por los viejos comunistas) se ha disuelto en buena medida. No es que la Iglesia no sea un sujeto social relevante hoy, que lo es, pero su capacidad de incidir ha menguado.
Sigue siendo potente el despliegue de su actividad social que la tremenda crisis económica ha puesto más de manifiesto; se sigue admirando el testimonio de sus misioneros en los lugares más difíciles del planeta y una parte importante de las familias apuesta (cuando les dejan, claro) por la educación católica. Además, la red comunitaria de parroquias y asociaciones sigue siendo sustancial. Pero la palabra de la Iglesia ha perdido incidencia en el debate público, se echa en falta una creatividad cultural más necesaria que nunca, y además vuelven los peores fantasmas de un anticlericalismo arcaico pero redivivo. La casilla de salida, en este sentido, será desfavorable.
Quede claro que no entiendo la aportación de la Iglesia en ese hipotético escenario de reforma constitucional como una pugna (triste y poco prometedora) para conservar espacios propios; menos aún para imponer una concepción que sólo puede nacer de un camino de gracia y libertad. Se trataría de que los católicos, como ciudadanos protagonistas y conscientes de este momento histórico, aportemos la inteligencia que nace de la fe al bien común de esta sociedad. Por eso es importante traducir en términos laicos esa sabiduría de la fe, como ya solicitaba Jürgen Habermas en su famoso diálogo con Joseph Ratzinger.
En este sentido señalo tres núcleos de atención. Primero la gran cuestión de la laicidad, que en nuestro país nunca ha llegado a ser pacífica a pesar de la positiva y atrevida formulación de la Constitución del 78.
Entonces vimos a unas fuerzas políticas muy disponibles porque la propia experiencia mostraba una Iglesia positivamente implicada en el proceso de la Transición, pero es más que dudoso que la situación fuese ahora la misma. Razón de más para promover y ampliar esta cuestión mediante un diálogo en todos los ámbitos, desde el universitario al político, pasando por la propia experiencia de cada uno en los lugares de trabajo y de ocio. Es toda una concepción de la democracia la que se juega en una justa comprensión de la laicidad, y una parte de la crisis europea tiene que ver con su falta de comprensión. Está claro que un artículo de la Carta Magna no resuelve este nudo gordiano, pero puede ayudar o dificultar.
Otro campo esencial es el de una adecuada relación entre sociedad y Estado. Una mirada cristiana valora el papel del Estado, más aún en tiempos de cierta globalización salvaje, pero también señala la prioridad de la persona, de las familias y de los grupos sociales, y preserva su libertad concreta que por desgracia se ve avasallada cada vez con más frecuencia en nombre de abstracciones ideológicas. Aquí se inscribe el tema crucial de la libertad de educación, pero también otros como la política familiar y la objeción de conciencia, que podrían obtener una cláusula constitucional. Y esto no es barrer para casa sino preservar la libertad para todos. No olvidemos tampoco el valor de las iniciativas sociales (en colaboración, y no en contraposición con las administraciones) a la hora de renovar la viabilidad de nuestro sistema de bienestar.
Por último apunto la cuestión de la concepción nacional, de nuestro arraigo europeo y nuestra mirada al mundo. En este momento de repliegue nacionalista, de escepticismo sobre la construcción europea y también de individualismo enfermizo, una mirada católica puede ayudar a forjar una ley fundamental que recoja lo mejor de la tradición de los padres fundadores de Europa. Naturalmente, este punto como los anteriores no constituyen «batallas católicas», sino nudos esenciales para la convivencia en los que los católicos podemos y debemos ofrecer nuestra experiencia en diálogo con otras identidades culturales y religiosas.
No hay que esperar a que se plantee la cuestión de la reforma, porque se trata ya de cuestiones decisivas para nuestra conversación nacional, y la ausencia o la afonía del mundo católico es negativa para todos. Es importante ofrecer, sin presunción pero con libertad, ese caudal de experiencia (no hay discurso cultural sin experiencia, y no madura la experiencia si no se formula, al menos como intento, en un discurso público) que el profesor hebreo Joseph Weiler descubrió estupefacto cuando pensaba sobre la Constitución europea y se encontró con el magisterio de los últimos papas. Evidentemente, para que la Iglesia (entendida como totalidad, como sujeto histórico) pueda aportar algo, primero tiene que estar viva y presente.
Pero también hace falta el esfuerzo de pensar, de dialogar sin prejuicios ni complejos, la voluntad de construir con otros la ciudad. Una ciudad que preferimos basada en la verdad y la justicia, pero en la que no ha de faltar el testimonio libre y desarmado de la fe.