El fin de semana pasado tuvimos la gracia de vivir en Madrid una fiesta inolvidable: la beatificación de 60 mártires vicencianos. 60 hombres y mujeres que nos muestran a todos algo esencial en la vida: «Caridad y misión son inseparables».
No trivialicemos el amor de Dios, que ha de ser una experiencia fundante de la vida del ser humano si queremos que se mantenga en su verdad. Leyendo las vidas de los mártires que dieron la vida por Cristo y por los hermanos, experimentamos un gozo especial. Siguiendo las huellas de Jesucristo, como hicieron ellos hasta las últimas consecuencias, debemos mostrar, hacer visible y proyectar el amor de Dios en todo y en todos.
Este recordatorio es siempre importante, pero adquiere una fuerza especial ahora que vamos a celebrar la I Jornada Mundial de los Pobres convocada por el Papa al final del Año de la Misericordia. En su mensaje para esta jornada, Francisco subraya que «el amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres». Un discípulo misionero lo es de verdad cuando, sin disimulo, fundamenta su existencia en la roca que es Cristo, vive de su Palabra y, por el impulso del Espíritu Santo, va lanzado a llevar la Buena Noticia de la salvación a todos los hombres, empezando por los últimos y olvidados.
En este momento de la historia, en medio de enfrentamientos, pobrezas y descartes, el Señor nos está llamando a los cristianos a anunciar a Jesucristo con nuestras palabras y, sobre todo, con nuestras obras. Nos está diciendo con fuerza: «Iglesia, anúnciame, da sabor y luz a esta tierra que está insípida y tiene muchos lugares oscuros». El propio Papa Francisco, en la bula de Jubileo de la Misericordia, nos recordaba que «no podemos escapar a las palabras del Señor y por ellas seremos juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo para acompañar al que estaba enfermo o prisionero (cf Mt 25, 31-45). […] En cada uno de estos “más pequeños” está presente Cristo mismo. Su carne se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga… para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado» (MV 15).
Desde el año pasado, en Madrid tenemos una imagen de Jesús desamparado del artista canadiense Thimoty P. Schmalz que nos acerca este pasaje evangélico de forma muy gráfica. Se trata de una escultura de Jesús, en tamaño natural, que representa una persona sin techo acostada en un banco, cubierta entera con una manta salvo los pies, que sobresalen marcados por los clavos de la crucifixión. A quienes vivís en Madrid y a quienes pasáis por nuestra ciudad, os invito a que entréis en el recinto de la catedral de la Almudena, y muy cerca de la estatua de san Juan Pablo II os encontraréis esta imagen con la que quisimos que permaneciese la gracia del Año de la Misericordia. Tenéis un hueco en el banco para sentaros unos instantes y, en Jesús, ver a tantos y tantos desamparados, quizá a nosotros mismos. A su lado, se nos hacen tres invitaciones que valen no solo para esta jornada, sino para nuestro día a día:
1. Sentémonos con los pobres y descartados. Sentarse es atenderlos, verlos, acercarlos a nuestro corazón, no desentendernos de todas las situaciones que afectan a la dignidad del ser humano. Las pobrezas son muchas y de muy diferentes clases. Como en el banco de la escultura, siempre hay un sitio para nosotros.
2. Contemplemos sus heridas, las pobrezas. Pueden ser diferentes pero todas hacen sufrir al que las padece. Probablemente también nosotros tengamos llagas. Como nos dice Jesús cuando resume todos los mandamientos –«amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo»–, pensemos en lo que nos gustaría que hiciesen por nosotros y en lo que podemos hacer por otros.
3. Obremos dando respuestas concretas. Nuestra vida ha de tener respuestas concretas para nuestros hermanos. No lo dejemos para mañana. Muchas personas pasan a nuestro lado; entre todos, con todos y para todos podemos realizar algo. La Iglesia nos ofrece una manera de actuar desde el inicio mismo de su misión, no lo hace con ideas sino con obras concretas. Al final, Jesús nos juzgará por nuestras obras, que tienen un rostro y un nombre, por amor.
Ante los desafíos que nos plantea esta nueva época en la que estamos inmersos, tengamos el atrevimiento de vivir por la causa de Cristo y de la verdad de los hombres, renovemos nuestra fe, proclamemos con alegría la misma noticia por la que tantos hombres y mujeres dieron la vida. Sintamos la alegría, el gozo y la seguridad que da sabernos amados y redimidos por Jesucristo, Hijo de Dios, Resucitado y vivo en medio de nosotros. Por Él y solamente por Él somos libres del pecado y de toda clase de esclavitud, y estamos dispuestos con su gracia y con su amor a vivir y construir nuestro mundo en la justicia de Dios, que va más allá y más al fondo que la de los hombres, y a construir la fraternidad siguiendo los pasos y las huellas del Señor.
Os animo a celebrar esta I Jornada Mundial de los Pobres junto a vuestra Iglesia diocesana con el deseo de que, como dice el Papa Francisco en su mensaje, «se convierta para nuestra conciencia creyente en un fuerte llamamiento, de modo que estemos cada vez más convencidos de que compartir con los pobres nos permite entender el Evangelio en su verdad más profunda».
Arzobispo de Madrid