Llevaba siempre dos bolsos. Un día la pregunté porqué. Se río y me dijo: «no lo se, nunca lo había pensado». Había una razón: en uno llevaba sus cosas personales, en el otro las cosas de trabajo, sus cuadernos, sus recortes de prensa, sus libros… Cuando fui su jefe en COPE (la gustaba llamarme así, y yo la decía que su jefe era Nacho Villa, director de informativos, y entonces decía… «bueno, los dos. Así me va, no me basta con uno. Tengo dos jefes»), me pidió una mochila con algunos instrumentos técnicos (la grabadora profesional, un micrófono con la espuma de la radio, etc.), pero luego nunca la llevaba. Siempre llevaba sus bolsos, sus dos bolsos.
Mi primer encuentro más prolongado con Paloma Gómez Borrero y con sus bolsos fue mucho antes de mi etapa en la radio, aunque ya había cursado la carrera de periodismo, cuando estaba estudiando en Roma (1999) y vivía en el Colegio Español, al que Paloma venía con mucha frecuencia. Un día la pregunté si sabía de esos taxis no oficiales más económicos para ir al aeropuerto. Me dijo: «¿Cuándo tienes que ir?»… Tal día, la contesté. «Te llevo». ¿Pero tienes que ir tú también?, la pregunté sorprendido. «No, pero te llevo de todos modos». Ella era así. Generosa del género «generosidad espontánea» (como en Luanda, viaje de Benedicto XVI, 2009: Quedamos en la recepción del hotel donde se alojaba. Yo venía de dos semanas de penurias, con proyectos de Ayuda a la Iglesia Necesitada en la Angola profunda. Nada más verme me dio las llaves de su habitación: «a que te apetece una ducha. Sube, nadie se entera»). Volvemos a Roma: Nada más recogerme en su viejo y destartalado utilitario para llevarme al aeropuerto me dijo: “tienes un trabajo que hacer en el camino. Busca en mi bolso (el pequeño) el móvil, y también un aparatito con manivela. Ale… enchúfalo al móvil, y a darle a la manivela con paciencia, para cargarlo. Jamás había visto ese artilugio, pero le pegaba todo a Paloma.
Con los años cuantas veces la he encontrado con sus dos bolsos, tanto en Madrid como en Roma, y sus camisas de colores, y su peinado elegante y desenfadado, y su sonrisa, su permanente e inagotable sonrisa. Y cuantas veces la he llevado el segundo bolso, el de los papeles, el más pesado, por miedo a que se lo dejase en algún sitio. Pero nunca lo perdía. Ella era muy seria con las cosas del trabajo. Y muy humilde. En varias ocasiones estando a su lado cuando tenía que entrar en directo en la radio (recuerdo muy bien dos: Madrid, Nunciatura, 2003, Viaje de Juan Pablo II; Roma, San Pablo Extramuros, Funeral por Chiara Lubich, 2008), apenas un minuto antes me leía sus notas en una hojita pequeña. «¿Esta bien así?» Me preguntaba. «Paloma… esta muy bien». Pero si la maestra en estas lides eres tú… Y de repente relacionaba el traje de la mujer de Aznar con las palabras del Santo Wojtyla, o contaba una anécdota de la fundadora de los Focolares que ni yo conocía.
¿Y las visitas a las parroquias? ¿O los embolaos en los que le metía con la Fundación Crónica Blanca a la que tanto apreciaba y apoyaba? Recuerdo la última vez, en la inauguración de la Capilla, con nuestro arzobispo Carlos Osoro. Se lo llevó a un rincón a contarle sus inquietudes, sus preocupaciones, siempre pensando en el bien de la Iglesia. En el camino a las parroquias a las que la llevaba a hablar siempre la misma discusión: «¿De qué quieren que hable?», «Pues de que va a ser, como siempre, de Juan Pablo II… ya sabes, lo que les gusta son las anécdotas». «¿Cuáles quieres que cuente?». «Pues ya sabes: no dejes de contar la del día que te hizo buscar para sentarte a tu lado en una cena sólo de hombres para decir que la Iglesia no excluía a la mujer, o esa tan divertida del día que le llevaste a Jesulín de Ubrique a la audiencia de los miércoles a conocer al Papa, o cuando le dijiste a solas en un viaje que debía descansar y te contestó que ya descansaría en el cielo…». «Son fantásticas. Pero siempre me recuerdas las mismas». «Pues cuenta otras Paloma… así yo también las aprendo». Y al final contaba las que yo le había dicho, y muchas más. Porque además tenía el don de hacer parar los relojes. ¡Cuanta comunicación en tan poco tiempo! Llevaba el tempus de la radio en la vida.
Pero también sabía parar el tiempo. De un plumazo. Un día nos encontramos en el aeropuerto de Roma. En el embarque de equipajes. Quedaban más de dos horas para el despegue. Como ese aeropuerto es caótico a mi siempre me gustaba ir con mucha antelación. Igual que Paloma. Terminamos de embarcar las maletas. «¿Qué, pasamos la seguridad y nos tomamos un café?». «Genial, Manuel, me responde. Pero eso lo podemos hacer en la segunda hora. La primera –si quieres me acompañas– yo suelo ir a la capilla… ¡esta siempre tan vacía!». Claro está, la acompañe. No me iba a quedar yo siendo sacerdote viendo las tiendas. Ni se movía. Arrodillada un buen rato, luego sentada. La mirada fija. Leía un rato de un pequeño libro… Y a la hora: «Venga Manuel, vamos a por ese café, que tenemos muchas cosas que contarnos».
Se sabía la vida de la Iglesia como nadie. Era como esas personas maravillosas, casi siempre mujeres, que hay en todas las familias que saben del paraderos de todos los tíos y sobrinos, que conocen todos los ancestros, y que están pendientes de todos para que nade se sienta desunido al resto. Así era Paloma para la Iglesia. La conocía como el dedillo porque la amaba, y porque la amaba sabía informar de ella. Con hondura, con precisión, con prudencia, y lo más meritorio, con entusiasmado asombro. Cada testimonio, cada experiencia, cada país… en ella siempre había algo sorprendente que contar y que era noticia, porque sabía ver en ello siempre la «Buena Noticia».
¿Te acuerdas, Paloma? ¿Te acuerdas de las transmisiones radiofónicas de las Misas del Gallo y en las de la mañana de Navidad. Éramos los únicos en antena. Yo solito, con el técnico, casi siempre Paco el Largo, y tu en Roma. Cuando el Papa (Juan Pablo o Benedicto) recorría con su oración de la bendición urbi et orbi todos los rincones donde «Dios llora en la tierra». Y a tí te faltaba tiempo para glosarlos. No contabas lo que dicen los periódicos. Contabas como los miraba el Papa, como sufría con sus sufrimientos, como compartía con ellos sus angustias y sus esperanzas. Tu le ponías voz a su alma, porque tu conocías bien su alma.
Paloma. No me hago a la idea. No nos hacemos a la idea. Tu si que eres –porque estas en otra dimensión, pero estas, como que hay Dios que estas con él, y con tus santos Juan Pablo y Teresa de Calcuta–…; Tu si que eres como decía tu buen amigo Juan Pablo II, una joven de ochenta y pocos años. Joven, por jovial, por no perder nunca la ilusión, por decir siempre la palabra, o brindar siempre el gesto…, la palabra y el gesto llenos de esperanza.
Se ha ido contigo una parte de nosotros. He oído estos días una definición de ti que me ha encantado: ¡La Periodista de Dios! Es como si todas las fotos de Roma y del mundo hubiesen quedado desfiguradas porque ya no estas ahí para enseñárnoslas. ¿Qué llevarás en los bolsos? ¡Que hermoso será tu rostro en el cielo! ¡Qué hermosa tu sonrisa! ¡Y cuantas crónicas por hacer! Y ya nadie te dirá que tienes sólo veinte segundos para contarlas…