Que las casualidades no existen es algo que sé bien. Nada es fruto del azar, sino que son diosidencias. Hace ya un año que Cristina contactó conmigo para escribir en este semanario y plasmar aquí mi experiencia como médico cristiano. Siempre he sabido qué historias quería contar, las que me habían conmovido como médico, persona y creyente. Historias que me hacían ver la grandeza de Dios y cómo este se encuentra con nosotros a veces, a través de algo tan caprichoso como es la enfermedad.
Hoy escribo mi último artículo, y tampoco he dudado en contar mi historia, la de Cristian. Porque también Dios se hizo el encontradizo conmigo en la enfermedad, hace ya más de 15 años, y sigo conviviendo con ella cada día. Sin darme cuenta, empecé a notarme cada vez más triste y melancólico. Días de vacío existencial. Como decía san Juan de la Cruz, de noches oscuras. Mi situación y la de mi entorno eran envidiables, no había motivo para esa tristeza. Tenía todo lo que había proyectado conseguir: liderazgo social, amistades, dinero, estudiaba la carrera que siempre había querido… Pero empezaron las noches de dormir mal, la ansiedad y el miedo a sentir que la situación me desbordaba. Necesitaba pedir ayuda, y eso aún me sumía más en la desesperanza, como pez que se muerde la cola. No entendía que me pudiera pasar esto. Hasta que un día no pude más. Fui un sábado a la Eucaristía y me derrumbé. Vi que yo no podía con mi vida. Mis fuerzas flaquearon y grité al Señor. «Hay que poner todos los medios humanos como si no existieran los sobrenaturales, y poner todos los medios sobrenaturales como si no existieran los humanos». Y así fue: humanamente, acudir al psiquiatra y psicólogo me dio las herramientas para salir del pozo, para poder tratar mi enfermedad. Al mismo tiempo, Dios respondió a mi llamada de auxilio: mi gente más cercana rezó intensamente cuando yo no podía rezar. Entendí que la enfermedad no es ajena al cristiano, la mental tampoco; entendí que no es un castigo, que no es un problema de falta de fe o de oración. Y pude ver este tiempo de mi debilidad como un tiempo de gracia.
¿Casualidad? Sé que no. Dios me preparó una parroquia, sacerdotes y catequistas que me dieron una Palabra de vida. En la enfermedad pude ver la ternura de Dios Padre, su infinito amor conmigo. Después de esta caricia de amor, no puedo dejar de verlo en cada uno de los pacientes que atiendo y de entender por lo que pasan; yo soy uno de ellos.