Yo quiero unas gafas como las de Jesús - Alfa y Omega

Yo quiero unas gafas como las de Jesús

Domingo de la 16ª semana de tiempo ordinario / Marcos 6, 30‐34

Jesús Úbeda Moreno
'Jesús ordena a los apóstoles que descansen' de James Tissot. Museo de Brooklyn, Nueva York (EE. UU.)
Jesús ordena a los apóstoles que descansen de James Tissot. Museo de Brooklyn, Nueva York (EE. UU.).

Evangelio: Marcos 6, 30‐34

En aquel tiempo, los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo:

«Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco».

Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a solas a un lugar desierto.

Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar, Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas.

Comentario

Después de la misión, los apóstoles regresan cansados y alegres para relatar a Jesús todo lo que había acontecido a través de ellos, «todo lo que habían hecho y enseñado» (Mc 6, 30). Jesús les propone un descanso merecido en un lugar retirado; lo que muestra en primer lugar un gesto de humanidad con los suyos, pero sobre todo lo hace con la finalidad de situar toda la actividad misionera en su verdadera naturaleza. El auténtico discipulado pasa por la comprensión de que Cristo es el origen y el destino de la misión. Los que fueron enviados ahora son invitados al descanso. Al llamarles a descansar con Él les está enseñando a poner el corazón y a gustar de lo único importante. En otra ocasión similar, donde también sus discípulos habían tenido un gran éxito en su salida misionera, les exhortará a no estar alegres por eso, sino porque sus nombres están inscritos en el cielo (cf. Lc 10, 20). Y en este contexto también resuenan con mucha fuerza aquellas palabras en la casa de su amigo Lázaro: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria» (Lc 10, 41-42). El verdadero gozo de la misión es la comunión con Cristo que les llamó a permanecer con Él (cf. Mc 3, 14). Jesús educa a sus discípulos en la gratuidad de su amistad para que puedan encontrar siempre el verdadero descanso, donde el corazón reposa sosegado en cualquier circunstancia. La misión encuentra su verdadero sentido si se dirige y culmina en Jesús, si se le reconoce como el verdadero artífice de todo. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Cualquier proyecto o actividad, éxito o fracaso, es algo penúltimo porque todo ha sido hecho «por Él y para Él» (Col 1, 20). Como nos narra el evangelista, por la misión se puede prescindir hasta del alimento corporal pero no del sustento del vínculo con el Padre, que a la vez es el verdadero descanso. La actividad nos desfonda y hastía cuando está desvinculada de la plenitud afectiva de la relación personal con Jesús. Sin embargo, cuando estamos sustentados en dicho vínculo se puede enseguida retomar la misión sin riesgo de caer en un activismo desenfrenado. Se trata de una sobreabundancia afectiva, «porque de lo que rebosa el corazón habla la boca» (Lc 6, 45). 

La narración de Marcos nos señala el detalle de que «Jesús vio una multitud». Aunque sé que no es una cuestión de dioptrías, me gustaría comprarme las gafas de Jesús para ver también yo la multitud. Él siempre ve nuestro corazón necesitado de amor eterno y no pasa de largo. Como aquel samaritano de la parábola, Jesús no da un rodeo o permanece indiferente ante la persona apaleada en el camino, sino que se «acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo y en su espíritu y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza» (Prefacio común VIII).

Jesús se conmueve y se compadece ante la multitud «porque andaban como ovejas que no tienen pastor» (Mc 6, 34). La actitud de misericordia de Jesús con aquella multitud, por la que «se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6, 34), nace de su relación con el Padre, de sus espacios de desierto orante donde escucha al Padre que le envía como el «vástago legítimo» (Jer 23, 5) de la casa de David, el Buen Pastor que es llamado a dar la vida por sus ovejas en contraste con los malos pastores que se despreocupan y abandonan el rebaño. (cf. Jn 10, 11-13). En el fondo, la misericordia del Padre es la razón última de todo apostolado. Al igual que el Maestro, nosotros también necesitamos el desierto orante hecho de escucha sosegada para reconocer a la multitud y no pasar de largo. Tenemos necesidad de sintonizar con el corazón del Buen Pastor para que pueda vibrar con la misma intensidad y pasión por aquellos que salen a nuestro encuentro habiendo sido abandonados a sus solas fuerzas, engañados por el sueño autosuficiente y autorreferencial de una vida autónoma y aislada. Sin una conciencia tierna y apasionada de nuestra dependencia total de la misericordia del Padre, no es posible generar en el corazón un espacio de acogida gratuita y atención integral de cada rostro que conforma esa multitud, la que busca a tientas un abrazo eterno en el que poder encontrar su identidad e infinito valor.