A los cristianos se nos da mal contar nuestra historia. Y eso que es La historia de amor más grande jamás contada (así titula Javier Aguirreamalloa su introducción al cristianismo). Esto dificulta que otros se sumen al casting de nuestro relato. Y que nosotros mismos sepamos quiénes somos. Javier Gomá distingue dos tipos de biografía: la de la infancia feliz, que intenta recuperar el pasado, y la de adolescencia agitada, que concibe la vida como un proyecto de futuro. En una mesa redonda de EncuentroMadrid, en la que participé, cité esta idea para distinguir dos tipos de relato vital cristiano. Me habían precedido varias historias de cambios radicales tras un encuentro con Cristo, según la estructura narrativa del género testimonio, parodiado por Les Luthiers en El sendero de Warren Sánchez (de donde viene el título de estas líneas). Como defienden Fernando Ariza y Miguel Herrero en su libro El pensamiento narrativo, lo esencial de cualquier narración es el conflicto. No solo genera tensión narrativa, sino ante todo identificación del lector con la historia. Yo sigo impresionado y edificado por lo que escuché. Pero advertí que mi propia vida era más bien del otro tipo, normalita: ¿cómo contarla entonces? Es obvio que no hay cristianismo sin ese encuentro transformador. Pero no hay por qué partirse la espalda cayendo del caballo. Y menos aún andar a la búsqueda de sucesivos episodios emocionantes que contar(se). El Evangelio nos da una historia que podemos vivir a diario y que realmente cambia nuestra vida: nos saciamos de algarrobas —cuando no dilapidamos la herencia— como todo hijo de vecino. Pero podemos volver a los brazos del Padre, que celebra una gran fiesta. La alternativa es hacer el papel de hermano mayor. Aunque la misericordia también se aplica a la rectitud moral vivida sin amor: cambios secretos del corazón. No es solo teoría narrativa: en el cielo hay más alegría por uno que se convierte que por 99 justos. Allí solo hay ovejas perdidas y encontradas. Estas historias no son autosugestión: las vivimos realmente en los sacramentos. Pero el emotivismo que busca lo extraordinario hace insoportable la serenidad del rito, la fecundidad del silencio. Dos antídotos contra la agitación de nuestro tiempo, hiperestimulado y líquido, y contra la desazón que nos genera. Conflictos que a todos nos hacen infelices. Pero que pueden ser el tiempo de nuestra salvación.