Yo duermo, pero mi corazón vela - Alfa y Omega

Yo duermo, pero mi corazón vela

Domingo de la 32ª semana del tiempo ordinario / Mateo 25, 1-13

Jesús Úbeda Moreno
Las vírgenes prudentes de James Tissot. Museo de Brooklyn, Nueva York (EE. UU.).

Evangelio: Mateo 25, 1-13

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:

«Se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron a encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes.

Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas.

El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz:

“¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!”

Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes:

“Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas”. Pero las prudentes contestaron:

“Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis”.

Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo:

“Señor, señor, ábrenos”.

Pero él respondió:

“En verdad os digo que no os conozco”.

Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora».

Comentario

Damos un salto en nuestra lectura continuada del Evangelio de san Mateo y ante la pregunta de los discípulos a Jesús sobre el tiempo y los signos de su venida gloriosa y del final de los tiempos, Él pronuncia su quinto discurso, que por su tema se conoce como «discurso escatológico» (cf. Mt 24-25).

La primera parte del «discurso escatológico» hace referencia a los signos de la venida gloriosa de Cristo (cf. 24, 4-35) y la segunda parte al tiempo de dicha venida (cf. Mt 24, 36-25,13). Nuestra parábola es un fragmento de esta segunda parte que, junto a la parábola del ladrón en la noche y la parábola de los dos siervos, forman las llamadas «parábolas de la vigilancia». La incertidumbre del día y la hora de la venida del Hijo del hombre provoca la llamada al discípulo a velar.

El contexto de la parábola de las diez vírgenes es la celebración de una boda, justamente el momento en el que la novia, junto con un grupo de compañeras, espera a que llegue el esposo a su casa, donde se celebrará un primer banquete. El problema es que no sabían la hora exacta a la que llegaría el novio. Después, de allí saldrían los novios acompañados por la comitiva hacia la casa del esposo, donde terminaría la celebración.

Si tenemos en cuenta la parábola del ladrón en la noche, donde el hecho de «no dormir» parece ser una condición indispensable, aparecería una posible contradicción con el hecho de que todas las muchachas se duerman. Y, sin embargo, es una confirmación que revela la auténtica naturaleza de la vigilia del cristiano, que no consiste en no dormir sino en mantener despierta y activa la fe para acoger al Señor cuando llegue a cualquier hora, es decir, en todo momento. Así lo expresa el libro del Cantar de los Cantares: «Yo duermo, pero mi corazón vela» (Ct 5, 2). El problema no fue haberse quedado dormidas, sino el no haberse provisto de aceite para encender las lámparas en caso de necesidad. En esto consiste la necedad, mientras que velar y perseverar en la esperanza, aunque sea de noche, es prudencia. La llamada del Señor en cada instante, a la hora de la muerte y en su venida gloriosa es irrevocable y la prudencia se manifiesta en tener consigo, en la alcuza, el aceite de la disponibilidad. Es el aceite del amor como deseo y disponibilidad de acoger a Jesús y responder a su amor, a la iniciativa de su amor por nosotros a través del amor al prójimo. El amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, acogido y ofrecido como entrega del don sincero de uno mismo a los demás, es el aceite de la lámpara que nos permite atravesar la noche del sinsentido y de la muerte para participar del banquete de la vida eterna del que ya disfrutamos, precisamente, por el amor, como una prenda de la fiesta del cielo.