Hablando con Carlos Javier González de su libro sobre filosofía y resistencia nos detuvimos en analizar el fenómeno de «las personas vitamina», esas que, dicen los manuales de autoayuda, son positivas, constructivas y resolutivas. «En el polo opuesto encontramos a las personas tóxicas, que solo restan», rezan las webs que proponen este nuevo círculo de amistades que cultivas con esmero si te hacen un bien personal a ti y te ayudan a crecer. Me parece, esta visión, quizá algo reduccionista sobre el papel que tenemos ante el prójimo. ¿Dónde queda la compasión, el estar al lado del que sufre? Las personas tóxicas —si se puede utilizar un término tan peyorativo como ese para definir a un ser humano— lo son porque un sufrimiento, una educación mal entendida, un abandono, una angustia, una separación, un maltrato, un abuso, las ha llevado al pozo en el que se encuentran inmersas. La tarea del cristiano, y también la de los hombres y mujeres de buena voluntad, dista mucho de rodearse solo de «personas vitamina», sino, también, la de acompañar al otro en construcción y sanar sus heridas. En esta sociedad posmoderna nos ha fagocitado el amor condicionado a lo que tú puedes hacer por mí. Si no, eres inservible.