Y España oró en la calle
Usted podrá pensar, con razón, que 1911 queda lejos, muy lejos. Pero si considera que las mismas calles que acogieron un Congreso Eucarístico Internacional (comparado entonces con el Concilio de Letrán) verán desfilar a miles de peregrinos en una Jornada Mundial de la Juventud; que los templos que ardieron en Eucaristías volverán la vista a Cristo Sacramentado cien años después; y que una Europa en crisis depositaba en la Iglesia madrileña las esperanzas de regeneración, quizá empiece a pensar que no hay tantas diferencias entre ambos acontecimientos eclesiales…
Cuando el siglo XXI piensa en 1911, lo hace en blanco y negro y polvo, como si la realidad de entonces se hubiese desarrollado en los tonos sepia de una fotografía carcomida por el tiempo, o como si el aire de las calles oliese con el rancio perfume de un libro macerado en un archivo centenario. Sin embargo, también entonces los ojos se empapaban de color, de vida y de alegría. Fueron aquellos colores, los de la fiesta, la devoción y la liturgia, los que tiñeron las calles de Madrid en 1911, durante el primer Congreso Eucarístico Internacional celebrado en España. ¡Quién podía imaginar que, cien años después, la capital española celebraría una Jornada Mundial de la Juventud, para recordar al mundo el mismo mensaje: que sin Dios, la vida es menos vida!
Hoy se barajan cifras astronómicas: millones de peregrinos, miles de sacerdotes, cientos de obispos… Y una vez más, la Historia muestra que el egocentrismo es hermano de la desmemoria: en aquel Congreso Eucarístico, celebrado cuando ni siquiera todas las poblaciones estaban intercomunicadas por tren, participaron más de cien prelados, ocho mil sacerdotes, diez mil adoradores, cuatro mil jóvenes, cuatro mil obreros y cerca de 80.000 fieles.
El ardor de una nación
Una diferencia es clara. Si bien la presencia del Papa en la JMJ de 2011 se da por segura Dios mediante, el Madrid de 1911 hubo de contentarse con la presencia de un Legado Pontificio, pues aún Pablo VI no había roto los muros de la Ciudad Eterna con sus viajes fuera de Roma, y el Santo Padre no acostumbraba a viajar fuera de las fronteras vaticanas. Eso sí, Pío X escribió una Carta al entonces cardenal de Madrid, monseñor Gregorio María Aguirre, para decirle, terminado el Congreso, que «su esplendor y brillantez han superado en mucho nuestras esperanzas. Parece que la España católica se propuso demostrar (…) que, en el amor a Jesucristo y en el culto de su religión, que toda se ordena a la Eucaristía, a nadie cede el primer lugar. (…) Damos gracias a Dios misericordioso porque, mirando benignamente a España, ha excitado con ardor la antigua fe de la nación».
El Sucesor de Pedro daba gracias a Dios con toda razón, sin saber aún que de aquel Congreso surgiría la idea de consagrar España al Sagrado Corazón de Jesús, erigir el monumento del Cerro de los Ángeles y difundir, parroquia por parroquia, el himno oficial del encuentro eucarístico: Cantemos al Amor de los amores. Cierto que no fue suficiente para evitar que aquella Europa convulsa viese cómo sus entrañas estallaban en la Primera Gran Guerra, ni para que España se desangrase veinte años después en una guerra cainita, pero, como dijo el cardenal Rouco en la clausura de la Misión Joven, aquel Congreso sirvió de altavoz -como lo será la JMJ de 2011- para recordar que, «sin el Corazón de Cristo, sin la Eucaristía, la conquista de los corazones de los hombres será difícil para España y para Europa». Por eso, en 2011 la Iglesia española tomará la plaza pública para orar, cien años después, como España oró en la calle.