«Si todos los Concilios, después de clausurados, siguen resonando en la Historia, este Vaticano II está llamado a ejercer un influjo profundo dentro de la Iglesia católica y fuera de ella»: así escribía monseñor Casimiro Morcillo, en Roma y en el mismo día 8 de diciembre de 1965 en que se clausuraba el Concilio Vaticano II, para el prólogo de la primera edición que la BAC publicó con todos los documentos conciliares. Y añadía don Casimiro: «Nunca, en la historia de los Concilios, se ha encendido y proyectado un haz de luz que se pueda comparar a éste».
No eran éstas afirmaciones grandilocuentes de un entusiasta del Vaticano II. Tras cada una de ellas, latía la experiencia vivida de un excepcional protagonista de este Concilio, dentro y fuera del mismo. Llamado por el santo Papa Juan XXIII, comenzó su participación ya en los trabajos preparatorios, y no los dejó hasta la clausura, bien comprometido como Subsecretario. Cuando fue nombrado arzobispo de Madrid-Alcalá, en pleno Concilio, el haz de luz que proyectaba iba a llegar con toda fuerza a esta Iglesia particular recién promovida a archidiócesis. El día de su entrada, el 9 de mayo de 1964, ya anunció la puesta en práctica de lo indicado en la primera Constitución que aprobó el Concilio, el 5 de diciembre de 1963, la Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia: «Como no le es posible al obispo, siempre y en todas partes, presidir personalmente en su Iglesia a toda su grey, debe por necesidad erigir diversas comunidades de fieles. Entre ellas, sobresalen las parroquias, distribuidas localmente bajo un pastor que hace las veces del obispo», concluyendo: «De aquí la necesidad de fomentar teórica y prácticamente entre los fieles y el clero la vida litúrgica parroquial y su relación con el obispo. Hay que trabajar para que florezca el sentido comunitario parroquial, sobre todo en la celebración común de la Misa dominical».
Cuando, el día en que finalizaba el Vaticano II, escribe don Casimiro su prólogo a la edición de la BAC de los textos conciliares, tras poco más de año y medio de arzobispo de Madrid, ¡ya había llenado de nuevas parroquias la capital y todos sus arrabales! En estas mismas páginas, al cumplirse el 25 aniversario de su muerte, en mayo de 1996, destacábamos cómo el primer arzobispo de Madrid, «a los doce meses», ya había multiplicado «las parroquias existentes, en barrios y zonas industriales del área metropolitana, pasando de 107 a 327». El día de su entrada en Madrid, el 9 de mayo de 1964, ya expresó su deseo, que en seguida puso en práctica: «Habremos de multiplicar las parroquias hasta el número que sea necesario, para que el párroco pastor conozca a sus ovejas y las ovejas conozcan a su pastor». Justo como proyecta el haz de luz del Concilio, que es la Luz del Evangelio, que no ha dejado de iluminar la vida de la Iglesia desde los inicios.
Las celebraciones de las Bodas de Oro de tantas parroquias madrileñas es motivo de una gran Acción de Gracias a Dios, y ciertamente a sus obispos, que ya desde los años 40, una vez acabada la guerra, han mantenido bien vivo el deseo y su puesta en práctica de llevar a todos, a los de cerca y a los de lejos, la salvación que porta la Iglesia de Cristo. Ya monseñor Leopoldo Eijo Garay, en 1940, manifestaba su objetivo pastoral prioritario: «La redención cristiana de los suburbios», y así envió «lo más selecto del clero diocesano a las nuevas parroquias que se creaban en los arrabales», y estos sacerdotes y religiosos «domiciliaron su actividad en cualquier tipo de locales». En esta tarea contaba con la ayuda eficacísima de don Casimiro, primero como Vicario General y, a partir de 1943, hasta 1949, como obispo auxiliar. En 1964 sería su sucesor, tras su paso por Bilbao y por Zaragoza. Y «cuando volvió definitivamente a la ciudad del Manzanares, en cuyos manantiales había nacido –decíamos en estas páginas en 1996–, regresó cargado de experiencia, con más de 20 años de obispo a sus espaldas, reciclado y aggiornato por el Vaticano II, al que tantos sudores y desvelos dedicó», de modo que puso manos a la obra de «renovar dinámicamente la diócesis según el diseño del Concilio». Renovación que, en la cercanía del pastor a sus ovejas que significa la parroquia, con los cimientos puestos en el pontificado madrileño de don Casimiro, han seguido haciendo crecer sus sucesores.
Hace unos días, al celebrar las Bodas de Oro de la parroquia Nuestra Señora de la Vega, el hoy arzobispo de Madrid, monseñor Osoro, decía así al concluir la Eucaristía: «Demos de lo que hemos comido, eso es una comida cristiana; y celebremos los 50 años renovando este compromiso: dar de lo que comemos es dar a Quien está aquí, es dar al mejor Vecino del barrio, ¡a nuestro Señor!» He ahí la Iglesia en salida que mostramos en la portada de este número de Alfa y Omega, ¡he ahí la vitalidad de la Iglesia!