Si la defensa sin fisuras de toda vida humana -razonábamos la semana pasada en esta misma página- requiere el reconocimiento de su destino infinito, ¿cómo no lo va a requerir su propia fuente, la familia? Es inútil buscar fuera del olvido, ¡y no digamos del rechazo!, de Dios, Creador de todo ser humano a su imagen y semejanza para participar de su propia vida divina, la causa decisiva del creciente deterioro y desintegración que sufre hoy la familia, en el mundo tenido por más civilizado y avanzado. La monstruosa ley del aborto, que acaba de entrar en vigor en España, y pendiente de recurso de inconstitucionalidad, revela hasta qué grado de ofuscamiento ha llegado una sociedad que destruye la vida de sus hijos, precisamente porque ha destruido antes la fuente del amor que los engendra. A la caída en picado de la natalidad, precipitada sin duda por la diabólica propagación del aborto provocado, no es ajena desde luego la profunda crisis de la familia que, cada día más, asola al mundo desarrollado -¡no precisamente en humanidad!-, crisis que no se limita a cercenar lo espiritual, pues termina arrasando la economía hasta en sus aspectos más materiales. Por el contrario, allí donde la familia está viva, hasta la crisis económica empieza a encontrar vías de solución.
El amor a la vida y la familia, ciertamente, son inseparables, y a su vez lo son del auténtico progreso. No podemos ignorar lo que, hace casi tres décadas, decía Juan Pablo II en la Exhortación apostólica Familiaris consortio: «El cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la Historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre»; en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1994, lo completaba así: «Fundada en el amor y abierta al don de la vida, la familia lleva consigo el porvenir mismo de la sociedad». Y esto lo subraya la última encíclica de su sucesor, con racionalidad y belleza admirables, partiendo justamente de la verdad de la familia, «la única comunidad -lo dijo Juan Pablo II en su primer Viaje a España, de 1982, en la madrileña plaza de Lima- en la que todo hombre es amado por sí mismo, por lo que es y no por lo que tiene». Dice así Benedicto XVI, en Caritas in veritate: «De la misma manera que la comunidad familiar no anula en su seno a las personas que la componen, y la Iglesia misma valora plenamente la criatura nueva, que por el Bautismo se inserta en su Cuerpo vivo, así también la unidad de la familia humana no anula de por sí a las personas, los pueblos o las culturas, sino que los hace más transparentes los unos con los otros, más unidos en su legítima diversidad».
Ya en la Introducción de la encíclica, el Papa explicaba que «la ciudad del hombre no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes, sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión»: es decir, con la familia. Y en el capítulo 4º no duda en subrayar: «La apertura moralmente responsable a la vida -seña de identidad de la auténtica familia- es una riqueza social y económica. Grandes naciones han podido salir de la miseria gracias también al gran número y a la capacidad de sus habitantes. Al contrario, naciones en un tiempo florecientes pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en algún caso de decadencia, precisamente a causa del bajo índice de natalidad, un problema crucial para las sociedades de mayor bienestar. La disminución de los nacimientos, a veces por debajo del llamado índice de reemplazo generacional, pone en crisis incluso a los sistemas de asistencia social, aumenta los costes, merma la reserva del ahorro y, consiguientemente, los recursos financieros necesarios para las inversiones, disminuye la reserva de cerebros a los que recurrir para las necesidades de la nación… Por eso, se convierte en una necesidad social, e incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona».
Se trata, ciertamente, de una necesidad social,vital para la subsistencia misma de la sociedad, y hay que recordar la luminosa advertencia de Juan Pablo II en su Carta a las familias, de 1994: «La familia constituye la célula fundamental de la sociedad -¡cuántos son los que lo dicen, y qué pocos los que captan su raíz!- Pero hay necesidad de Cristo –vid de la que reciben savia los sarmientos– para que esta célula no esté expuesta a la amenaza de una especie de desarraigo cultural, que puede venir tanto de dentro como de fuera». Vital necesidad social es la familia, sí, ¡pero en toda su verdad, recibida del Creador!