Virgen madre, hija de tu hijo - Alfa y Omega

Los tiempos de la venida del Salvador en nuestra carne son tiempos litúrgicos a la vez que también tiempos escatológicos; es decir, definitivos. El tiempo litúrgico se nos da también para hacer esa realidad definitiva cada año, cada día más real, más vida en nuestra vida. Y qué mejor manera de hacerlo que mirando a la primera que vivió ese tiempo definitivo: María.

Dante Alighieri, al que hemos estado siguiendo en este tiempo en alguna de las etapas de su Comedia, también mira a María en el momento culminante de su camino: al final de los cielos, inmediatamente antes del encuentro con Dios. Merece la pena detenernos en esa última, bellísima oración, conocida como el Himno a la Virgen, con la que Dante abre su último canto del Paraíso, el XXXIII, poniéndola en la boca de san Bernardo. Y merece la pena, junto con Bernardo y con Dante, rezarla: «Virgen madre, hija de tu hijo», empieza el Himno a la Virgen: dos paradojas estrechamente vinculadas entre ellas. ¿Cómo puede la que es virgen ser también madre? ¿Cómo puede la que es virgen tener la fecundidad propia de la maternidad? ¿Y cómo puede la que es madre tener el corazón indiviso que desde siempre se asocia a la virginidad? Solo porque esa virgen madre es hija de su hijo. Hay en esta segunda paradoja un tinte teológico: como todas las criaturas, María también es hija de su hijo, pues ha sido creada por medio de ese Verbo que llegó a hacerse carne en sus entrañas. Pero aún más, creo, hay en las intenciones de Dante un tinte humano: María es hija de su hijo porque decide hacerse hija de su hijo. Ella, que es la madre, decide ponerse detrás de su hijo y seguirlo: custodia lo que le sucede a su hijo y lo medita en su corazón; no entiende por qué con 12 años se separa de ella y de José, pero no se lo reprocha, se lo pregunta; es desgarrada por su muerte en la cruz, pero acepta la nueva maternidad de Juan que se le encomienda. María, como una niña por sus padres, se deja hacer por su hijo. Por eso es «humilde y alta más que otra criatura»: la humildad que ella misma canta en el magníficat es la que la ensalza a los ojos de Dios, quien puede derramar su gracia sobre aquel que se deja hacer.

Meridiana faz de caridad

María es en el cielo «meridiana faz de caridad»: por esa confianza sin límites en Dios ha podido recibir por completo su amor y de él participar, y resplandecer de caridad como la luz del día. «Y abajo, a los mortales, / hontanar de esperanza es vivaz»: por ese amor del que resplandece indica a los hombres un camino posible, el del abandono a la voluntad de Dios.

Y, quizás justamente por eso, María es intercesora: «Dama, tú eres tan grande y tanto vales, / que quien pidiendo gracia a ti no corre / sin alas volar quiere a sus caudales». ¡Cuántas peticiones tenemos los hombres! Cuánto dolor, cuánta preocupación, cuánta alegría que queremos que no se acabe nunca, cuántas relaciones que desearíamos tener para siempre y que igual tememos haber irremediablemente estropeado… Cuánto cada día se escapa a nuestras fuerzas, y queremos, debemos pedirlo a quien todo lo puede; a veces a través del amor y la ternura de la que es nuestra madre.

Y si no somos capaces, si no se nos ocurre, si no podemos pedir, Dante y Bernardo nos lo recuerdan: «No tu benignidad solo socorre / tras pedir, pues con santa libertad / antes del ruego mil veces acorre». María es madre, y como madre se preocupa de sus hijos. Incluso cuando no piden, porque no saben, porque no pueden o porque no quieren, ella siempre acorre antes del ruego, para que podamos al menos, como hizo ella, abrirnos a recibir la gracia.

María, la virgen madre hija de su hijo, la meridiana faz de caridad, la intercesora que acorre antes de nuestro ruego, es hontanar vivaz de esperanza: la esperanza de que siempre, en cada ahora, podemos abrirnos a la gracia y hacernos, con ella, hijos de su hijo.