La guerra se ceba con las mujeres: «Violar sale más económico que usar un Kaláshnikov»
La retirada del Ejército ruso de algunas regiones ucranianas ha sacado a la luz numerosos casos de violencia sexual. La ONG JurFem está recabando pruebas para denunciarlo ante la Corte Penal Internacional
La retirada del Ejército ruso de las zonas ocupadas ucranianas ha puesto encima de la mesa el drama de la violencia sexual contra las mujeres durante la guerra. «Tenemos registrados 144 casos, pero es solo la punta del iceberg. Muchas de las víctimas perecieron o no están, de momento, preparadas para denunciar», asegura Hrystyna Kit, presidenta de la asociación de abogadas ucranianas JurFem, una institución que ayuda a víctimas de violación, violencia y acoso sexual. Operativa desde 2017, cuenta con más de 130 juristas distribuidos por todo el país que ofrecen apoyo legal y gratuito: «Los rusos están usando la violación como arma de guerra. Lo llevan haciendo desde el siglo XVII».
Actualmente Kit conduce una investigación independiente para recabar evidencias de las violaciones en grupo, que son consideradas como parte de los crímenes de guerra. «Queremos denunciar ante la Corte Penal Internacional. Sabemos que muchas pruebas llegarán dentro de varios años. Las víctimas, antes que cualquier asistencia legal, necesitan ahora apoyo médico y psicológico», reconoce la cara visible de esta ONG, que cada día recibe decenas de llamadas y mensajes con denuncias de los atropellos de las tropas rusas.
Las mujeres son el principal objetivo del plan diseñado por Putin para castigar a la población. «Todas están expuestas. Tanto las que huyen de los bombardeos para proteger a su familia como las que permanecen en las ciudades ocupadas», asegura la abogada ucraniana.
Usar el cuerpo femenino como diana para causar terror en la población y desmoralizar a quienes integran la resistencia contra el ejército invasor no es nuevo y tampoco exclusivo del conflicto en Ucrania. «Violar sale más económico que usar un Kaláshnikov», asegura sin paños calientes la corresponsal británica del diario The Sunday Times Christina Lamb, que ha recogido decenas de testimonios de mujeres que demuestran que la violación aniquila a las familias y vacía de esperanza a los pueblos.
Su libro Nuestros cuerpos, sus batallas (Principal de los Libros) arranca con la escena de dos chicas que gimotean asustadas ante hombres armados del Dáesh. Están haciendo un sorteo para llevarse a una de ellas como esclava sexual. Cuando leen su nombre, Naima se encoge de miedo. «Me hizo de todo. Me pegó, me obligó a tener relaciones sexuales, me tiró del pelo… Yo me resistía, así que me forzó y me golpeó una y otra vez. Me decía: “Eres mi sabaya” (mi esclava)», contó meses después de su infierno a la periodista en la ciudad de Dohuk, en el norte de Irak.
«Demasiado a menudo se marginan las voces de las mujeres. Además, generalmente, la violación suele estar infradenunciada, y mucho más en la guerra, donde las represalias son probables, la estigmatización es común y las pruebas son difíciles de obtener. A diferencia de los asesinatos, las violaciones no dejan cadáveres y son difíciles de cuantificar», denuncia.
Está demostrado que muchos grupos terroristas la utilizan como una estrategia deliberada para exterminar las etnias rivales o de otra confesión religiosa. Una práctica criminal documentada en Bosnia, Ruanda, Irak, Nigeria, República Centroafricana y ahora en Ucrania. Basta ver el mensaje dirigido a Occidente por parte del portavoz del autoproclamado Estado Islámico, Abu Mohamed al Adnani, cuando entraron en el norte de Irak y en Siria en 2014, donde secuestraron a miles de chicas como Naima: «Conquistaremos vuestra Roma, romperemos vuestras cruces y esclavizaremos a vuestras mujeres», advirtió. Una amenaza similar profirió Boko Haram cuando asaltó pueblos en el norte de Nigeria: «Las venderé en el mercado, en nombre de Alá», declaró Abubakar Shekau, después de secuestrar a centenares de niñas.
Lamb visitó la pequeña ciudad de Chibok, en el noreste de Nigeria, y habló con algunas de las madres que dormían cuando el grupo criminal secuestró a sus hijas del colegio sin dejar ni rastro. En 2016 regresó al país y visitó un taller para las que habían escapado y querían contar su experiencia. «Las obligaban a quedarse en una tienda separada para las llamadas esposas de los terroristas», relata. Una prueba más de cómo se estigmatiza a la víctima en la comunidad donde vive. En muchas ocasiones, estas mujeres —no tienen dinero ni educación y viven en países donde quienes detentan el poder lo hacen con fusiles y machetes— se ven forzadas a huir y a ejercer la prostitución para sobrevivir tras ser rechazadas. «Siguen sufriendo abusos una y otra vez. No tienen acceso a terapias psicológicas o compensaciones. A menudo, son ellas las condenadas», explica Lamb, que ha visitado doce países de cinco continentes para la investigación.
La magnitud de los feminicidios es tan colosal como la impunidad. «En las guerras no se acusa ni se persigue a los violadores. Durante mucho tiempo ha sido visto como una consecuencia», lamenta. En el año 2000, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó su resolución 1325 para la protección de las mujeres y niñas en los conflictos, un mecanismo legal, de momento deslucido, que sigue dejando a merced de los criminales a cientos de mujeres desprotegidas y silenciadas en guerras remotas.