Aclamada y premiada por el star system de la corrección política, Leticia Dolera (casi al alimón con Manuel Burque) nos ofrece un retablo de vidas deshechas, en plena crisis de la edad madura. Tres mujeres cuyos personajes parten de planteamientos vitales muy interesantes, pero que sucumben por culpa de una ideología que lo arrasa todo.
En dos temporadas, y con capítulos breves, que no llegan a la media hora de duración cada uno, Vidas perfectas termina siendo un despropósito, obsesionado con el sexo (aunque traten de convencernos de pasada de que los obsesionados con el tema son otros). Por supuesto, no puede faltar una caricatura grosera de los creyentes, concretamente de católicos y judíos, porque la imaginación y la valentía no dan para más.
Un retrato que, cada vez con más frecuencia nos ofrece la llamada España Movistar, que, nos habla de futuro y progreso, mientras sigue anclada en unos presupuestos más propios del Mayo del 68.
Es una pena, porque había materia prima para haberse metido en el barro de lo que supone enfrentarse con la realidad, cuando las vidas se voltean, y contrastarla con lo que los corazones de las protagonistas desean. Y hay, sobre todo, un tratamiento interesantísimo de la discapacidad, con personajes espléndidos, que son, paradójicamente, los que iluminan tanto espacio sombrío. Una apuesta encendida por la fragilidad que, en el caso de las personas con discapacidad, se tira por la borda cuando, en una de esas contradicciones posmodernas tan al uso, nos acaban por colar la propuesta del aborto (si el bebé viene con algún problema) después de cantar las excelencias vitales de quienes, gracias a Dios, llegaron a nacer en esas circunstancias.
Eso sí, el final del viaje llega cargado de buenrrollismo, canción de Cecilia incluida y cámara al cielo, como si nos estuvieran pidiendo que levantemos la mirada que los responsables de la serie no han sabido alzar.