Vida de un temporero
Nouhoun Koné, natural de Malí, trabaja en los campos de nuestro país
La pandemia ha mostrado que los migrantes que llegan a nuestro país son importantes en nuestra sociedad, pues desempeñan trabajos tan esenciales como el de la recogida de fruta o verdura. También que hay problemas en la acogida y falta de voluntad política.
Nouhoun Koné lleva doce años en España. Llegó en patera a Canarias desde Mauritania. Solo desde 2016 tiene los papeles en regla; hasta entonces lo pasó realmente mal. Es temporero, uno de tantos que trabajan nuestros campos y permiten que frutas y verduras lleguen a nuestras casas. No pudo trabajar durante el confinamiento, pues en marzo se fue de visita a Malí, su país de origen, y se quedó bloqueado allí. Retornó en agosto y solo ha podido ocuparse unos diez días en la vendimia en el entorno de Albacete, donde tiene su vivienda habitual, y ahora en Jaén, en la campaña de la aceituna. Vive en un piso, pero sabe lo que es la vida en las chabolas –lo probó en Huelva–, y sueña con reunir el dinero suficiente –dice que ahora es muy difícil, pues hay «poco trabajo»– para volver a su país, abrir un negocio y estar junto a su mujer, su hijo, que nació el pasado 3 de diciembre, y sus padres y hermanos.
Cuando se le pregunta sobre si se siente o no valorado por la sociedad cuando desempeña un trabajo esencial, uno de los que se mantuvo durante el confinamiento, afirma: «No se reconoce. Siempre ha pasado, pero yo le doy poca importancia. Quiero trabajar, ganar dinero y ayudar a mi familia. El resto no me importa».
La de Nouhoun es una historia de dificultad, como la que viven tantos migrantes a lo largo de nuestro país: los que salieron de los CIE tras el primer Estado de alarma y los que volvieron en septiembre; los malienses internados cuando no deberían, al ser susceptibles de recibir protección internacional; las mujeres que nutren el sector doméstico y de los cuidados, o aquellas que siguen sufriendo la trata. También es la historia de los migrantes bloqueados en Melilla y hacinados en una plaza de toros sin ventilación y con apenas un baño. O la de los miles que sufrieron condiciones inhumanas en el muelle de Arguineguín en Gran Canaria y que ahora, solo un poco mejor, viven escondidos en Barranco Seco, alejados de la exposición pública.