Víctimas - Alfa y Omega

El término víctima es contundente, grave, intenso. Alude al daño que generan unos hechos delictivos, pero también se refiere al sufrimiento padecido. La identidad de víctima no es fija, ni siquiera se trata de algo evidente. Se trata de una realidad compleja. Muchas personas que objetivamente podríamos identificar como víctimas, no se reconocen como tales. Existen víctimas sin delitos. De hecho, los desastres naturales o las enfermedades graves se cuentan entre las causas que desatan procesos de victimización. La terrible pandemia desatada a causa del COVID-19 puede y debe ser abordada, también desde esta perspectiva.

Desde hace más de un mes, miles de españoles viven sometidos a un impacto traumático causado por una enfermedad que ha trastornado las condiciones físicas, psíquicas, materiales y espirituales de su existencia. Me refiero en primer lugar a los fallecidos y a los enfermos, víctimas directas de esta pandemia, que han sufrido dolor físico, miedo, incomunicación, incertidumbre, distancia física de sus seres queridos, abandono y, en muchos casos, muerte en soledad. Me refiero a sus familias, víctimas indirectas, y también a los sanitarios, sometidos a un estrés traumático que necesita atención. Cuando pienso en todos ellos, me vienen una y otra vez a la cabeza las palabras del teólogo Jon Sobrino cuando en La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas se preguntaba si somos realmente capaces de asumir la perspectiva de las víctimas. ¿Somos capaces de asumir la perspectiva de las víctimas españolas del COVID-19?

Está claro que la realidad de víctima pasa, también, por el reconocimiento social. Y este va mucho allá de la búsqueda de unos culpables a quienes imputar no sé qué delitos. Con independencia de las siempre exigibles responsabilidades políticas, en estos momentos hay que abordar una tarea mucho más urgente. Como ciudadanos católicos, nuestra opción de preferencia, no solo por razones religiosas o sociocaritativas, sino también por razones políticas, deben ser las víctimas. Hay que sacarlas del anonimato, hacer visible su presencia en el espacio público, reparar su sufrimiento y honrar su memoria con los símbolos que nos identifican como ciudadanos. Esta tarea moral, que no debiera postergarse por más tiempo, pasa, necesariamente, por evitar la deshumanización de lo sucedido, asumir las responsabilidades del daño provocado con todo su coste social y económico, favorecer la creación de las condiciones idóneas que permitan superar el trauma causado y contribuir activamente a rehacer los vínculos que sostienen nuestra convivencia como pueblo.