El profesor llega a casa después de un ajetreado día. Lo que le espera es sobrecogedor. Abre la decena de cajas y revisa su contenido con mimo. Cartas, borradores, copias mecanografiadas, dibujos, mapas, manuscritos escritos pulcramente, notas llenas de borrones y con palabras ilegibles… Y siente que él mismo es la persona indicada para lidiar con aquellos papeles, con esa marabunta de ideas propias de un cerebro siempre activo, siempre creativo, siempre imaginativo. Se sienta, abrumado, se vuelve hacia su mujer y musita: «Tengo que dejar la universidad».
Así comenzó la gran odisea vital de Christopher Tolkien. A la muerte de su padre, J. R. R. Tolkien, llegó a sus manos todo el material con el que había construido su compleja mitología preñada de idiomas, paisajes, nombres, historia, cartografía y correspondencia. Aquellas cajas estaban repletas de palabras por contar e ideas por ordenar. Y él, a manera de exégeta, debía poner todo en claro en memoria de su padre.
A través de Christopher conocimos a Eru, el dios único, que creó el universo a través de una canción compuesta por sus hijos los Valar, entidades divinas y verbo de su propia voz. Poder creador que solo podía ostentar y permitir él mismo, ya que en la naturaleza de los hijos de el único (que es lo que significa Eru) no cabía la capacidad de insuflar la llama de la vida, sino la de subcrear a la manera del padre. Y así veía Tolkien su propia obra, una subcreación que reflejaba la creación, de la que solo es capaz Dios. A su imagen y semejanza, la humanidad podía subcrear con los dones otorgados por el Creador. Fue el afán y la pasión de J. R. R. Tolkien durante toda su carrera.
En esta labor Christopher Tolkien fue fundamental, durante y después. Fue quien más se interesó por los escritos de su padre. Estudió Filología, como él, y se dedicó profesionalmente a ella. Leía sus manuscritos, los pasaba a máquina, sugería ideas, dibujó muchos de los mapas por los que los personajes vivían sus aventuras e incluso mientras fue piloto de la RAF, en la Segunda Guerra Mundial, seguía recibiendo cartas donde su padre le relataba por qué misteriosos derroteros le llevaba su proceso creativo. «Por extraño que parezca —diría en una entrevista—, yo crecí en el mundo que él creó. Para mí, las ciudades de El Silmarillion son más reales que Babilonia». Fueron más de 20 los libros que Christopher Tolkien publicó sobre las obras de su padre, tanto filológicas como de ficción. Gracias a él pudimos conocer más de su mundo, y de él como persona. Y le estamos eternamente agradecidos.
Mónica Sanz Rodríguez